Septiembre siempre es y será un mes especial para mí y muchos chilenos. Fue un 11 de septiembre de 1973 que se consagró la infamia, la desfachatez, la imbecilidad e ignorancia como modo de hacer las cosas en este país. Ese 11 de septiembre se perpetró el golpe militar que terminó por derrocar y asesinar al Presidente Salvador Allende (el último presidente que tuvo este país, pues los que han venido después, no han sido más que meros embaucadores).
Ahora bien, aquel 11 de septiembre, la magnitud de la tragedia no solo fue a nivel de proyecto político, sino que también, a nivel familiar. No solo el pueblo perdió a su Presidente y se derrumbó La Vía Chilena al Socialismo, sino que ese día también se gatillaría lo que sería la destrucción literal de miles de familias a lo largo de este país, con la consecuente muerte de la familia como concepto. Y es que mientras unos destapaban champagne en los barrios altos celebrando la lealtad habitual de las fuerzas armadas con las elites, para cientos de miles de familia comenzaba la persecución y la instalación de metodologías destinadas a exterminar no solo su pensamiento e ideología, sino que sus propios cuerpos y vidas.
El método por excelencia utilizado por los usurpadores del poder para destruir a todos los simpatizantes del gobierno de Allende, y por ende, la destrucción de miles de familias en esos años, fue el siguiente: el secuestro, la tortura, el exterminio y la desaparición sistemática de miles de personas por el mero hecho de ser considerados “sospechosos” de haber colaborado con el gobierno socialista de Allende. O en el menos peor de los casos, a algunos se les enviaba al exilio. Pero dentro de esos parámetros se movía el accionar de los golpistas: cero respeto por la vida.
Es en este desastroso escenario que cabe preguntarse ante tanta barbarie: ¿No bastaba con haber matado al Presidente? ¿No bastaba con tomarse el poder? ¿No bastaba con ir en contra de la voluntad popular? ¿Tenían que implantar una política de exterminio? ¿Tenían que destruir a cientos de familias y sueños?
Es importante hacerse estas preguntas, sobre todo en tiempos en que en Chile se discuten leyes que dejen de criminalizar y castigar el aborto, pues los más acérrimos contrarios a la aprobación de estas leyes son justamente los que en esos años apoyan la masacre, persecución y la muerte de miles de chilenas y chilenos en dictadura. Los que hoy se auto declaran “pro vida” o “pro familia”, son los mismos que torturaban y asesinaban mujeres embarazas hace no mucho tiempo. Son los mismos que destruyeron cientos de miles de familias.
Pero volviendo al tema de la destrucción de la familia en dictadura, siento que esa dimensión familiar es la que muchas veces pasamos por alto cuando analizamos la tragedia solo desde una postura académica, desde visiones políticas o desde su ubicación en un contexto global determinado: en el caso de Chile, el contexto global de la Guerra Fría. Cuando solo miramos la tragedia desde un punto de vista de la caída de una ideología, siento que pecamos de inhumanos al dejar fuera toda la magnitud humana de una lucha que para millones de personas fue mucho más que una batalla ideológica entre izquierda y derecha, sino que se tradujo en la pérdida de un padre, un hermano, una hermana, una madre, un hijo, una hija, un tío, etc. Por eso es válido preguntarse y reflexionar, sin desmerecer el trabajo académico realizado por tantos, pero agregándole el factor emocional a toda esta tragedia: ¿Cuántas historias de amor habrán quedado truncas? ¿Cuántas madres jamás vieron sus proyecciones de sueños materializarse en hijos que nunca más vieron con vida? ¿Cuántos hijos jamás vieron regresar a sus padres luego de que estos fuesen tomados detenidos en medio de la noche, sacados de sus camas y arrojados como escombros en la parte trasera de camionetas y camiones militares con destino desconocido?
La caída de Allende fue muchísimo más dura que un mero cambio de paradigma político y económico en Chile, su caída significo una daga al corazón de miles de familias. Fue un ataque al amor, un atentado a la fraternidad, un genocidio a los sueños de miles padres, madres, hijos, etc.
La familia en Chile, como concepto, murió el mismo día que un padre de familia Salvador Allende, que por esas cosas del destino también era Presidente de Chile, y que estuvo en la casa de gobierno en Santiago el mismo día en que toda la rabia de una oligarquía nacional y extranjera se desató contra el pueblo, murió. Ese día el concepto de familia se desmoronó, y desde ahí hasta hoy, no somos más que un manojo de restos, sueños y recuerdos que nunca fueron; amores que no se completaron; e hijos que no nacieron.
Sería importante que los que se declaran “pro vida” o “pro familia” por estos días, recordarán que la familia es mucho más que defender el matrimonio entre un hombre y una mujer o el defender la vida que está por nacer. Estar a favor de la vida es saber reconocer el daño que se causó a miles de familias en este país y que solo querían construir un sueño con sus propias manos, equivocarse en el proceso, de ser necesario, y crecer y ser respetados en su derecho a vivir en paz. Independiente de lo que para cada uno signifique el concepto de familia, apoyar la vida es respetarla en cualquiera de sus formas, no solo cuando se visten ropas caras, se bebe champagne y se veranea en Miami o Europa entre y tus amigos de cabellos claros y apellidos impronunciables. Respetar la vida es respetarla en todas sus formas y condiciones, y en todos los contextos políticos y sociales.
Por Pablo Mirlo