Revista Opinión
En tiempos del antiguo Israel, Asiria era la primera potencia mundial. Leer la historia del pueblo hebreo sin tener presente la de Asiria, equivaldría a ignorar el factor político supremo y que aplastó a todos los demás.
Los reyes asirios se dieron los títulos: “Gran Rey”, “Rey de Reyes”, “Rey de todos”, “Rey de las cuatro zonas” y les movía un impulso religioso: el de cumplir la voluntad de su dios de que le sometiesen el mundo a su ley.
“Rápido, veloz, avanza, sin que nadie en sus filas se canse ni vacile. Algunos dardos en los arcos tensos; como el pedernal, las pezuñas de sus caballos; cual remolinos de viento, las ruedas de sus carros. Su estruendo es como el rugido de un león. Caerá sobre su presa, la arrebatará, y se la llevará lejos, y nadie se librará”. Así describía Isaías la marcha del enemigo asirio contra el país de Israel.
También podemos leer las narraciones que los mismos asirios dejaron de sus conquistas: frías relaciones estadísticas tras las cuales laten los horrores de las ciudades incendiadas, los empalamientos y desuellos ante sus muros, los montes de cabezas junto a las puertas derruidas, las largas filas de prisioneros arrastrando sus cadenas hacia la esclavitud en algún país remoto.
A partir del siglo VIII a.C. los profetas comenzaron a proclamar la palabra de Dios. Fueron Amós y Oseas en Israel, Isaías y Miqueas en Judá, en los cuales la profecía asciende a una altura nueva. Es corriente hablar de la “visión política” de estos hombres, de su intuición histórica acerca de la verdadera naturaleza de la amenaza asiria. Visión e intuición tal vez la tuviesen; pero lo que daba firme fundamento a su seguridad era la palabra de Dios. Y esta palabra afirmaba que el pueblo de Israel sufriría quebrantos a manos de una nación conquistadora; nombraran o no a esta nación los profetas, poca duda cabía de lo que querían decir.
Ahora bien, la respuesta de los profetas a la amenaza de Asiria no es la misma en todos sus detalles, pero hay una verdad fundamental que todos proponen, una verdad tan tremebunda, espantosa. Esta verdad fundamental es sencillamente enunciada por Isaías: Asiria es el azote de la ira del Señor, el instrumento de la indignación divina.
No nos sería difícil ponernos en el lugar de los antiguos hebreos e introducirnos del todo en sus mentes, ya que las palabras con las que replicaron a sus profetas son familiares y en la actualidad las hemos oído muy parecidas: ¡No es el Señor! ¡No es El!. Alguna otra cosa es la que nos trae este mal, pero no el Señor al que servimos y rendimos culto. No es que estemos gustando los amargos frutos de nuestras malas obras, no es que sintamos el ardiente hálito de la ira de Dios, sino que se trata, sin duda, de un fallo de la diplomacia, de un fracaso de la estrategia, de un punto muerto del mecanismo militar…¡mas no es cosa del Señor! Si hombres malvados y sin Dios infringen todo derecho afligiendo al justo, esto no puede ser por el golpe de Aquél cuya mano derecha vio Isaías alzarse contra su pueblo. Los hebreos solían admitir gustosos el principio profético siempre que se aplicase a cualquier otro pueblo. Pero el Señor ¡no iba a consentir que tales cosas les sucediesen a ellos!
Para los hebreos el único camino era unirse contra Asiria o perecer.
Los profetas poca esperanza de salvación podían ver en las naciones extranjeras. Los recursos militares de éstas eran un medio de defensa ridículo y desproporcionado. Las riquezas que juntasen para financiar sus campañas serían sólo fácil botín en los saqueos de que serían víctimas. Era el Señor, y no el rey Asiria, quien cabalgaba irresistible a la cabeza de aquellas columnas invasoras.
Los sabios modernos insultan a los profetas al llamar a aquello suyo “visión política”. Los hombres aprenden muchas veces de la derrota, mas el don de entender lo justificado de la misma, antes de que sobrevenga, es tan raro, que forzosamente ha de parecernos fuera de lo normal al humano pensamiento.
Añadamos a esto lo que ello implica: que la defensa es sin esperanza, que las medidas diplomáticas y militares son una locura, y los profetas, por lo menos algunos, sufrieron las consecuencias que, diciendo lo que decían, eran de temerse. En nuestras propias sociedades políticas modernas, ni el gobierno más liberal y tolerante podría ni querría tolerar tan subversivos discursos en tiempos de peligro para la nación.
No quisieron decir los profetas que los hebreos debiesen adoptar el sencillo principio de la política norteamericana y unirse a aquellos a los que no pudieran vencer. Acáz de Judá creyò librarse del peligro invocando la ayuda de Asiria; para Isaías, esto fue una traición suprema contra la fe de los hebreos. Fue un compromiso con el mal, un someterse al mundo, en cuanto éste se encarnaba en el poder y majestad de Asiria, un admitir que lo que importaba no era la voluntad del Señor, sino la del Gran Rey. Asiria era el azote de la ira divina, pero no debía elevársela a la dignidad de Dios. Asiría no reconocía tampoco en sus hazañas la mano de Dios, y quienes halagaban a los asirios eran igualmente infieles.
Los profetas invitan al arrepentimiento, pero no debemos entenderlo en un sentido craso, como si, en la hipótesis que toda la nación purificara sus corazones, los guerreros asirios fuesen a envainar sus aceros, súbitamente embotados, y abatirse sobre el terreno. Lo que los profetas quieren decir es que, si Israel limpia su corazón, seguirá siendo, tras la catástrofe, el pueblo del Señor, y saldrá de ella, no indemne, pero sí íntegro en su religión y en sus costumbres. Ellos no podían prometer, en nombre del Señor, un glorioso futuro inmediato.
Sin embargo, aparecieron los falsos profetas que aseguraban al pueblo que en realidad no tenían por qué temer ningún peligro. Eran aquellos de quienes dice Jeremías: “¡Afirman que todo está bien, que todo va bien, cuando nada hay que vaya bien”.
John L. McKenzie, S.J., Israel y las naciones.
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En el año 722 a.C. bajo las órdenes del rey Sargón II, los asirios conquistan la ciudad de Samaria, capital de Israel.
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