El destino de Ucrania está en juego, y las próximas semanas serán decisivas. Las negociaciones con Rusia, en un contexto marcado por la fragilidad del alto el fuego, y las elecciones parlamentarias del 26 de octubre, tensarán la situación y pondrán a prueba la quebradiza estabilidad ucraniana.
Podemos afirmar que la crisis de Ucrania es la más grave para Europa desde la caída del Muro de Berlín. E incluso, antes de esta, desde que las fronteras interestatales fueran sacralizadas durante la Conferencia de Helsinki. Una sacralización confirmada en 1994, en lo que respecta a Ucrania, por tres signatarios: Estados Unidos, Gran Bretaña y Rusia. A cambio, Ucrania renunció a su arsenal nuclear, por entonces nada desdeñable.
Por primera vez, y por decisión de Rusia, hoy la intangibilidad de las fronteras es cuestionada. Pero la dimensión que nos ocupa, en este caso, no es la territorial. El escenario económico para Petró Poroshenko, elegido presidente de Ucrania el 25 de mayo pasado, a partir del programa elaborado por el Fondo Monetario Internacional (FMI), nos permite comprender por qué el país está sumido en una disyuntiva, sobre que pareja de baile escoger.
En la crisis política ucraniana puede observarse el desenlace dramático de una trayectoria financiera que se hizo insostenible a lo largo de los últimos meses de 2013. Encerrada en una producción de bajo valor añadido, la economía ucraniana sufre las consecuencias de la ausencia de una verdadera consolidación institucional desde la caída de la Unión Soviética (URSS).
A finales de octubre de 2013, una misión del FMI enviada a Kiev, establecía sus condiciones: o el Gobierno dejaba flotar la grivna, reducía sus gastos, aumentaba los precios del gas y de la calefacción para los hogares y adoptaba un calendario de aumentos complementarios hasta que cubriera los costes, o el programa de asistencia no se firmaba, privando a Ucrania de entre 10.000 y 15.000 millones de dólares.
En plena celebración de los juegos olímpicos de invierno en Sochi, el por aquel entonces presidente ucraniano Yanukóvich, se reunió con su homólogo ruso Vladímir Putin. El plan de Putin preveía un préstamo de 15.000 millones de dólares, la reducción de un tercio del precio del gas vendido a su vecino y facilidades respecto de la deuda contraída con el gigante Gazprom. Se trataba de un desplante al FMI y a la UE.
Pero el escenario actual no puede ser entendido sin la presencia desde el año 2000 de dos proyectos de integración regional, que condujeron al país a un dilema: ¿asociación con la UE o unión aduanera con Rusia?
El papel de la regionalización y los procesos de integración son un elemento clave. La creciente interdependencia de las sociedades trae aparejada la emergencia de genuinos riesgos y amenazas globales derivados de dinámicas demográficas y movimientos migratorios; del cambio climático y la explotación con pautas no sostenibles de los recursos naturales y las fuentes de energía; de amenazas transnacionales a la seguridad; de la crisis económica internacional, etc., y sus evidentes demandas de coordinación y concertación política.
Ante este contexto, argumentos clásicos a favor de la integración recobran hoy su vigencia y validez, por sus beneficios en términos de reducción de las situaciones de conflicto, la mayor resistencia a choques externos, el aprovechamiento conjunto de oportunidades en la economía mundial, así como la necesidad de la acción colectiva para enfrentar los desafíos anteriormente mencionados.
Por lo tanto, resulta difícil no ver el objetivo normativo de estos proyectos de integración. Por un lado la UE se instala en la competencia por y para las normas, como rulemaker destacado y de esta forma participar activamente en la conformación de los principios, reglas e instituciones que conforman el sistema internacional.
Por su parte Rusia, ante el miedo a un arrastre del conjunto postsoviético, por el efecto contagio de la penetración de las normas europeas en Ucrania, pretende seguir insuflando energía a través de la regulación, al «viejo» proyecto de integración regional de los países de la Comunidad de Estados Independientes (CEI).
Los enfrentamientos en Ucrania agravaron la crisis económica en 2014, desembocando en un escenario socioeconómico extremo. Aún cuando el ajuste necesario de la economía ucraniana sea más progresivo, provocará según las estimaciones del FMI, una subida de aproximadamente el 50% de los precios de la energía y un aumento de la inflación.
Un escenario, al que deberá de enfrentarse el presidente Poroshenko, cargado de desafíos. A corto plazo es necesario reconstruir la credibilidad del Estado y sus instituciones, para de esta forma ayudar a la economía a salir de la lógica de la malversación, controlando la viabilidad de las cuentas externas. A largo plazo, es necesaria una reestructuración del sistema financiero, para convertir a una de las economías más despilfarradoras del mundo, en un modelo de desarrollo que sitúe la eficiencia energética y la mejora del abanico productivo en el centro de la inversión.
Su inspiración institucional, es de ahora en adelante europea, pero su orientación económica debe seguir siendo multipolar, aprovechando la versatilidad de su inserción internacional. Y es que, inmersos en el ruido y la propaganda, hemos perdido de vista el verdadero origen y naturaleza de la crisis Ucrania, que no es otro que el deseo de una mayoría de la ciudadanía del país de mejorar la calidad de su democracia y su nivel de vida. Y para ello resulta imprescindible extirpar la corrupción y modernizar la economía.