Revista Cultura y Ocio

La disputa sobre el goce

Publicado el 25 abril 2018 por Biblioteca Virtual Hispanica @BVHispanica


  Publio Ovidio Nason
   Júpiter y Juno, cómodamente sentados en sus aposentos del Olimpo, bebían el auténtico néctar de los dioses que les alegraba el ánimo y discutían acerca de quiénes reciben más placer en el éxtasis carnal: sí las hembras o los varones. Como no lograban ponerse de acuerdo, decidieron someterse al juicio del sabio Tiresias, que había disfrutado del amor bajo los dos sexos. ¿Bajo los dos sexos? Sí, porque mientras caminaba un día por un bosque vio dos serpientes acopladas; las golpeó con su bastón y... ¡oh!, prodigio admirable, se convirtió él, allí mismo, en mujer. Siete años después vio a las mismas serpientes acopladas y pensó: «si a quien os hiere dais contrario sexo...» Entonces las volvió a tocar con su bastón y quedó al punto transformado en varón. Esta era la historia de Tiresias. El sabio juez, nombrado para dirimir la contienda, se inclinó a favor de lo que pensaba Júpiter. Juno se sintió desairada y en castigo le privó de la vista. Como según la legislación del Olimpo no era posible que un dios se opusiera al castigo dado por otro, Júpiter, en el ánimo de recompensar a Tiresias, le otorgó el don de la adivinación, con lo que reparó, en parte, el mal que le había causado la diosa.   Muy pronto el adivino se hizo célebre en toda la Beocia por lo acertado de sus horóscopos y la gravedad de sus consejos. La bella Liriope fue la primera en certificar lo maravilloso de sus respuestas. El río Cefiso, enamoradizo, la aprisionó un día en el laberinto de sus aguas y la violó reiteradamente. Liriope quedó embarazada y en el tiempo justo parió un hijo de tal hermosura que desde el momento de nacer fue amado por todas las ninfas. Le dieron por nombre Narciso. La madre acudió a Tiresias para que le adivinara el destino de  su hijo, preguntándole si viviría muchos años. La respuesta, aparentemente frívola, fue: «Vivirá mucho si él no se ve a sí mismo». Pero el tiempo se encargó de demostrar su tino con la forma en que Narciso perdió la vida y su nefasta pasión.   El hijo de Liriope creció con tales gracias de efebo, que mujeres y hombres andaban tras él encalenturados por gozárselo. Inútilmente. A hombres y mujeres desdeñaba con sorprendente decisión. Un día, mientras estaba de cacería, le sorprendió la ninfa Eco... Eco bien merece una digresión. Su alegría parlanchina y su gracia cautivaron a Júpiter. Sorprendidos en adulterio por Juno, ésta le dio como castigo el que jamás podría hablar por completo; su boca no pronunciaría sino las dos últimas sílabas de aquello que deseara expresar. Pues bien, apenas Eco vio a Narciso quedó locamente enamorada de él y le fue siguiendo sin que el muchacho se diera cuenta. Al cabo de un tiempo decide acercársele y exponerle su pasión con ardientes palabras. Pero... ¿cómo podrá hacerlo, si las palabras le salen incompletas? Por fortuna, le fue propicia la ocasión. El mancebo, viéndose solo, quiere saber por dónde pueden andar sus acompañantes y grita: «¿Quién está aquí?» Eco repite las últimas palabras: «...está aquí». Narciso queda maravillado  de esta voz dulcísima de quien no ve. Vuelve a gritar: «¿Dónde estás?» Eco repite «...de estás». Narciso mira otra vez, se pasma. «¿Por qué me huyes?» Eco repite «...me huyes.» Y Narciso»: «unámonos» Y Eco: «...unámonos». Por fin se encuentran. Eco abraza al ya desilusionado mancebo. Y éste dice con terrible frialdad: «No pensarás que yo te amo...»  Y Eco repite, acongojada: «yo te amo». «¡Permitan los dioses soberanos –grita él– que antes la muerte me desaparezca  a que tú goces de mí». Y Eco: «...¡que tú goces de mí!»   Narciso huyó implacable. Y la ninfa, sintiéndose injustamente menospreciada, buscó refugio en lo más solitario de los bosques. Su terrible pasión la consumía. Deliraba, se enfurecía. Y pensó: «¡Ojalá cuando él ame como yo lo amo, se desespere como me desespero yo». Némesis, diosa de la venganza –y a veces de la justicia–, escuchó el ruego de la ninfa. En un valle encantador había una fuente de agua extremadamente clara, que jamás había sido enturbiada ni por el cieno ni por los hocicos de los ganados. A esa misma fuente llegó Narciso y fatigado y sediento se tendió en el césped para beber. Cupido entonces aprovechó la oportunidad para clavarle su dardo en la espalda... Lo primero que vio Narciso fue su propia imagen, reflejada en el espejo que ofrecía la superficie del agua cristalina. Insensatamente creyó que aquel rostro bellísimo que contemplaba era el de un ser real, distinto de él mismo. Sí, el rapaz estaba enamorado de aquellos ojos que relucían como luceros, de aquellas mejillas imberbes, de aquel cuello esbelto, de aquellos cabellos dignos de Apolo. El objeto de su amor era... él mismo. ¡Y deseaba poseerse! Pareció enloquecer.... ¡No encontraba boca para besar! Una voz interior le reprochó: «¡Tonto! ¿Cómo te has enamorado de un vacío fantasma? Tu pasión es una quimera. Retírate de esa fuente y verás entonces cómo la imagen desaparece. Y, sin embargo, está contigo, contigo ha venido, se va contigo... ¡y no la poseerás nunca!»   Narciso elevó sus brazos al cielo. Llorando, mesándose luego los cabellos, gritó con acento casi blasfemo: «Díganme selvas, ustedes que habrán sido testigo de tantos idilios apasionados... ¿por qué el amor es tan cruel para mí? Hace siglos que están aquí; díganme: ¿han visto alguna vez a un amante sufrir designios más crueles? Yo veo al objeto de mi pasión y no lo puedo alcanzar. No me separan de él ni los mares enormes, ni los senderos inaccesibles, ni las montañas, ni los bosques. El agua de una fontana me lo presenta consumido por el mismo deseo que a mí me consume. ¡Oh pasión mía! ¡Quien quiera que seas, aproxímate a mí así como yo me aproximo a ti! ¡Ni mi juventud ni mi belleza pueden ser motivo para que me temas!  Yo desdeñé el amor de todas las ninfas... no me depares el mismo desdén. Pero... ¿si me amas por qué soy motivo de tus burlas?  Te tiendo mis brazos y me tiendes los tuyos. Te acerco mi boca y tus labios se me ofrecen. ¿Por qué permanecer más tiempo en el error? Debe ser mi propia imagen la que me engaña. Me amo a mí mismo. Atizo el mismo fuego que me devora. ¿Qué será mejor: pedir o que me pidan? ¡Desdichado yo que no puedo separarme de mí mismo! A mí me pueden amar otros, pero yo no me puedo amar... ¡Ay! El dolor comienza a hacerme desfallecer. Mis fuerzas se agotan. Voy a morir en la flor de la edad. Mas no ha de aterrarme la muerte liberadora de todos mis tormentos. Moriría triste si hubiera de sobrevivirme el objeto de mi pasión. Pero bien entiendo que vamos a perder dos almas y una sola vida».   Apenas acabó de decir esto, Narciso tornó a contemplarse en la superficie translúcida de la fuente. Y lloró, ebrio de pasión, ante su propia efigie. Volvió a balbucir frases entrecortadas... ¿Quién? ¿Narciso? ¿Su imagen llorosa? «¿Por qué me huyes? Espérame. Eres la única persona a quien yo adoro. El placer de verte es lo único que queda a tu desventurado amante.»   Poco a poco Narciso fue tomando los colores finísimos de esas manzanas, rosadas por un lado, blanquecinas y doradas por otro. El ardor le consumía lentamente. La metamorfosis duró escasos minutos. Después de Narciso no quedaba sino una flor bellísima al borde de las aguas, que continuaba contemplándose en el espejo sutil.   Todavía se cuenta que Narciso, antes de transformarse, pudo exclamar: «¡Objeto vanamente amado... adiós...!» Y Eco dijo: «...adiós» y cayó seguidamente sobre el césped, rota de amor. Las náyades, sus hermanas, la lloraron amargamente acariciándose las cabelleras de oro. Las dríadas dejaron romper en el aire sus llantos y lamentaciones, y a estas contestaba Eco... cuyo cuerpo jamás pudo encontrarse. Sin embargo, por montes y valles, en todas las partes del mundo, aún responde su voz con las últimas sílabas de todo lo que grita en su angustia patética la raza humana.  

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