No tengo a mis hijas por especialmente ocurrentes. Ni graciosas. No lo llevan en la sangre. Ni el padre tigre ni yo somos graciosos. Ni ocurrentes. Aunque tengamos algún golpe que otro de vez en cuando. No confundir gracia con sentido del humor. De ese, sobretodo si es del renegrido, tengo mi ración, pero gracejo lo que se dice gracejo, más bien poco. Para más señas no hay nada que menos gracia me haga en el mundo que un chiste. No me gustan los chistes. Nada. De nada.
Dicho esto someter a mis hijas a un concurso de ocurrencias parece hasta cruel pero de vez en cuando me regalan unas perlas que no se las quita ni el niño más salao de la madresfera. No llegan al nivel de una de mis niñas ajenas preferidas, la segunda de mi amiga la de Madrid, pero tampoco se quedan cortas. Esta niña es de esas personas que siendo muy seria tiene mucha sorna. Es muy amiga de La Segunda y se pasaron una tarde entera jugando en amor y compañía a los hamstas (léase con la hache aspirada y un acento muy anglosajón cortesía de mi segunda hija que en realidad no hacía otra cosa que jugar a los hámsters, esos roedores repugnantes, con su amiga). Una semana después, de vuelta en Madrid tras su escapada bávara, le dice esta niña a su madre muy sería “Mamá, ¿te acuerdas cuando decíamos jamsterr?” No me digan que no es para ponerle un piso.
Pero no venía yo aquí a contarles monerías ajenas. No. Venía a contarles una conversación que mantuvieron mis hijas mayores hace dos septiembres cuando estábamos comprando el material escolar. Por aquél entonces yo lucía un tripón de nueve meses y La Tercera era dueña y señora de la sillita. Mis hijas se pasan la vida jugando a juegos de rol. Rara vez hacen puzles o juegan con juegos que no sean accesorios para sus performances de mamás, profesoras, granjeras o asistentas. Ya les digo que de intelectuales tienen lo justito. Pero se lo pasan bomba. Uno de sus juegos preferidos cuando vamos de paseo es jugar a las amigas. Lo que se traduce en que hablamos como si fuéramos amigas y empiezan cada frase con un Amiga.
Este juego es muy revelador porque te cuentan cómo educan a sus hijos y ves la oligofrénica en la que te has convertido cuando La Primera te dice en plan confidencia que ella sólo les da dulce a sus niños un día a la semana y pasa a narrarte el índice glucémico de varios alimentos de mayor a menor.
En estas estábamos cuando se produzco la siguiente conversación que me dejó perpleja en grado extremo:
La Segunda: “Amiga, ¿tú trabajas?”
La Primera: “No Amiga, trabaja mi marido para tener dinero. Yo cuido a los niños que me dan muchísimo trabajo. Por eso sólo tengo dos.” Obviemos el mensaje subliminal de esta afirmación.
La Segunda con tono caustico: “Yo sí que trabajo porque no sabes lo que me pasó Amiga.”
La Primera impaciente: “¿Qué pasó Amiga?”
La Segunda conteniendo su consternación a duras penas: “Amiga, pues que mi marido se gastó TODO el dinero.”
La Primera con voz de espanto: “Amiga ¿Todo?”
La Segunda rotunda: “Todo Amiga.”
La Primera presa de la indignación: “¡Cómo le dejaste Amiga!”
La Segunda matter-of-factly: “Amiga se fue de compras y se lo gastó. Todo.”
La Primera tajante: “Amiga, en mi casa eso no puede pasar. Porque en mi casa la jefa soy yo.”
¿Qué? ¿Cómo se les ha quedado el cuerpo? Yo sigo a cuadros y ya hace más de un año de aquello…
No me digan que no se merecen un librito. Pasen y voten (a partir del 1 de Noviembre del año en curso).
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