Vivimos en una sociedad cuyo único recurso para hacer frente al delito y a la falta es el castigo. Evidentemente, las conductas delictivas deben llevar aparejada una pena, porque ésta en sí misma posee un innegable efecto disuasorio. Pese a ello, si la finalidad es evitar que se produzcan delitos, el castigo debería ser una posibilidad entre tantas otras. No es ningún secreto que cada tipo de delito responde a unas causas determinadas, de modo que identificándolas adecuadamente los delitos podrían reducirse. Ahora bien, el sistema de pensamiento predominante no promueve la comprensión y estudio de los fenómenos complejos, sino que se decanta por una visión cortoplacista que, en este caso, otorga un protagonismo casi absoluto a la figura del castigo.
La responsabilidad de lo dicho anteriormente recae sobre el legislador. En este sentido, conviene examinar que sus pretensiones son eminentemente políticas. Esto significa que las acciones políticas, sometidas a la lógica del mercado electoral, no encuentran suficientes réditos si se encaminan a desentrañar, por ejemplo, las causas de la violencia de género. En consecuencia, la clase política actúa escenificando un pacto sustentado sobre unas pocas medidas superficiales y el correspondiente aumento del tiempo que el maltratador pasaría en prisión. Estas medidas no abordan la complejidad del problema, puesto que las medidas de protección, especialmente las predelictuales, no son suficientes para proteger a la víctima. Además, los programas educativos que deberían fomentar la igualdad entre los más pequeños son muy escasos. En definitiva, si el problema persiste, en la práctica es irrelevante el tiempo que un maltratador pase en la cárcel.
En relación al delito de corrupción ocurre algo parecido. Se configuran una serie de medidas superficiales y el consecuente endurecimiento penal de la corrupción. De esta manera es imposible que el problema termine, porque la raíz del mismo se encuentra probablemente en que el sistema de división de poderes no funciona bien; y cuando esto sucede y la concentración de poder adquiere unas dimensiones considerables termina habiendo despotismo y corrupción. Asimismo, los antiguos atenienses, inventaron la Dokimasia, un proceso que obligaba a un extenso examen (nada que ver con lo que se actualmente) de los bienes al que debían someterse los cargos públicos, antes y después de ejercer el cargo. Esta Dokimasia es un ejemplo de medida preventiva que podría aplicarse en los regímenes presentes.No obstante, conviene retomar el elemento clave: los réditos electorales. Al respecto, el modo más sencillo de responder políticamente a un delito que copa las parrillas televisivas del país es aumentando la pena que lleva aparejada. Este déficit además de denotar una falta de imaginación palpable, no deja de ser una medida populista. Cuando se dota al castigo de una importancia tan grande, se está construyendo un sistema de justicia que, dirigido sobre todo a la actuación «posdelictual», implícitamente reconoce que no es capaz de evitar los delitos. Por consiguiente, es un sistema diseñado solo para actuar a posteriori que ignora la fuerza de otras medidas como la educación o el estudio de los aspectos estructurales, cuya transformación reduciría drásticamente el número de delitos. Ahora bien, estos procesos exigen mucho tiempo y dedicación. ¿Eso que implicaría? Dos aspectos: el primero que los resultados no se verían para las elecciones más cercanas, por lo que no daría réditos electorales inmediatos. Mientras que, el segundo es que como demandarían el trabajo de varios gobiernos pertenecientes a distintos partidos ninguno de ellos podría adjudicarse el mérito de esa medida. En conclusión, esa visión tan excesivamente pragmática de la política de élites es la que permite a un partido vender el endurecimiento penal de un delito como un logro, a la vez que impide afrontar las causas del porqué éste no se va a poder evitar.
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