Revista Música

La duda.

Publicado el 28 febrero 2013 por Moradadelbuho @moradadelbuho

  636     La duda  

Mujer pensando

Vamos a un lugar más tranquilo

La verbena estaba en su apogeo, esos momentos en que no cabe un alfiler en la plaza y que las barras son un hervidero de desinhibición y risas.

La orquesta y público conectados. Los bailarines siguiendo los pasos a que les llevan los pies inquietos, disfrutando de un cansancio sentido y consentido. Las miradas envidiando esa habilidad de hilvanar movimientos inventados, que tan fácilmente resuelven y a los que ellas no tienen acceso.

Gritos, risas, paseos buscando ojos donde posarse un segundo y a lo que mirar sugiriendo cualquier deseo porque parece que todo está a tu alcance. Algunas parejas "huyendo del volumen de la música" para hablar más tranquilos con los labios y las manos donde la luz es de luna. Tras los visillos de una ventana ciega, alguien observa la escena de su conjunto, como una burbuja de felicidad luminosa en medio de una noche tan oscura como su mirada.

Ella está viviendo el calvario de la duda y en su mente no para de crear escenas en las que ella es traicionada porque los brazos que le abrazan cree que envuelven otro cuerpo tan sediento como el suyo de caricias y tan entregado que se ofrece a todos los besos posibles.

Porque ella no mira para captar la alegría y el jolgorio; sólo busca una figura de la que conoce hasta ese leve ladeo de la cabeza cuando sus ojos tropiezan con las curvas de una cadera insinuante, la suavidad de la piel en el pecho y la calidez de esa mirada que suelen proyectar ciertos ojos.

Le ve en un corro: charla y bebe. También mira. Sorbos cortos para humedecer la garganta.

Miradas alrededor. Es lo que teme. Ella no está con él porque no sabe disimular si ha sufrido ni fingir una sonrisa. Ahora querría que la música acompañara sus pasos y notar su calor y olor sin perfume (aquel que dejó en su piel cuando retozaron en la esquina después de una verbena como ésta en aquella noche lejana).

Oír su voz y sus risas, que alguna de esas fuera un susurro lisonjero dicho en su oído mientras roza su cintura con sus manos inquietas. Al estar en un corro de hombres de barra, sus facciones se relajaron al mismo tiempo que su corazón suavizó el golpeteo.

Su mano crispada soltó la cortina. Se sentó en un silloncito cercano a la ventana. Siguió oyendo las canciones de siempre dejando que su cuerpo siguiera el ritmo. Las manos posadas sobre los muslos están húmedas. También siente que el sudor resbala por la piel y que el fino vestido que iba a lucir en la plaza está pegado a su piel. Se da cuenta de la respuesta de su cuerpo a la actitud de su mente, a la excesiva preocupación, a su posible problema.

Empapa una lágrima con el arrugado pañuelo que soportó la tensión de sus dedos. Suspira y piensa que una ducha tibia podría hasta hacer soportable el final de una noche que creyó iba a ser la última entre aquellas paredes. Llora porque se da cuenta qué poco puede separar la desesperación del discurrir monótono de una vida fácil. Sufre al ver que igual no tiene sentido dudar siempre de cada movimiento que no entienda ya que no todos deben seguir sus patrones de conducta.

El agua tibia golpea su rostro y borra las lágrimas. Apoya las manos en la pared y deja que todos los poros se limpien. Que a través de ellos todo lo negativo salga. Cierra los ojos con fuerza y frunce el ceño, mientras suplica que lo que le hace daño huya de su vida y le libre de las dudas. Quiere ser feliz y poder soportar sin dolor que miradas lleguen a su hombre sin creer que le roban caricias.

Se deja caer hasta sentarse en el suelo y sus dedos hacen los mismos movimientos que él haría. Por eso aplasta sus pechos y pellizca sus pezones. Se muerde los labios e imagina que él oprime los suyas y busca su lengua y se enrosca.

El placer llega y sus gemidos son acallados por una lluvia templada. Sonríe y se promete a si misma no sufrir más ni enturbiar los días con preguntas molestas. Ni deja aproximarse el pensamiento que acucia diciendo que si se relaja puede que él pueda aprovechar sus descuidos y la libertad a la que no está acostumbrado, le empuje a buscar el placer que ella no se cree capaz de satisfacer.

Sale de la ducha y se viste con ropa interior blanca, inmaculada. Cubre su cuerpo de leche hidratante hasta donde le llegan los brazos. Se mira en el espejo y se ve guapa, atractiva. Sonríe y se regala un piropo (el mismo que no hace mucho oyó cuando salía del bar y la luz del día transparentaba su ropa). Echa sobre sus hombros el albornoz y se dirige a la cama. Es entonces cuando oye el rumor de unas risas contenidas en la escalera.

Frases susurradas, respiraciones entrecortadas, pequeños golpes contra la pared, roces… Se aproxima despacio hacia la puerta y, sin encender la luz del recibidor, busca a través de la mirilla. El ángulo sólo le permite ver los movimientos de una melena que reconoce y el timbre de voz de una vecina de la que hablan las malas lenguas.

Oye sus risas, esas quejas que despiertan aún más el deseo. El silencio aún le desespera más porque supone claudicación y labios sellados. La luz se apaga y es entonces cuando en medio de un silencio que teme creer oír como un cuerpo es izado y suspiros de mujer cuando es penetrada (parecidos a los suyos, igual que ellos cuando, al final, siente el calor rozando su piel ardiente).

Se deja caer al suelo. Solloza mordiéndose los labios para amortiguar su dolor. Sufre como nunca lo había hecho porque, ante su esfuerzo por hacer más fácil la vida, su vida, la recompensa ha sido la traición más cruel y dañina.

Se culpa de su estupidez al mismo tiempo que oye la puerta de al lado cerrarse y cómo unos pasos se acercan. Se oculta detrás de la puerta del salón. No quiere ver sus ojos cuando abra la puerta porque no sabe cómo va a reaccionar o a lo que su angustia puede llevarle a hacer.

Pero los pasos pasan y se alejan bajando las escaleras al trote.
-- ¿No tuvo bastante? –. Piensa.
-- ¡Se va buscando a otra! –.

Destrozada corre a la habitación a refugiarse entre las sábanas abrazada a la almohada. Abre la puerta con brusquedad y ve que un cuerpo se revuelve entre las sábanas. Es él que balbucea algo y sigue durmiendo. Huele a alcohol. La ropa está tirada por los suelos. Cada respiración es una vaharada de atufa.

Pero ella lo recoge todo con cuidado, abre la ventana para que la brisa de la noche alivie el calor y le deja seguir durmiendo. Antes acaricia su pelo y le da un beso en la frente. Él no sabe el alivio que siente.

En el salón busca el sillón más cómodo y le pide perdón en silencio. Llora desconsoladamente porque sabe con seguridad que no va a ser la única vez que lo haga y porque hay algo que le dice que puede que llegue el día en que no tenga a quién pedírselo.

Bruno Fernández (@BrunoFdz)


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