Alicia siempre me sonreía cuando se cruzaba conmigo; no importaba que nunca hubiéramos entablado más conversación que un breve "hola" o "adiós" por los pasillos de la facultad, no importaba que su enorme novio rebozado de Lacoste la llevara agarrada del cuello, como si ella fuera una criminal peligrosa y temiera que se le escapara. “Es un compañero de la uni”, supongo que ella le diría cuando él le preguntara por qué saludaba a aquel punki de la cazadora de cuero negro, las Ray-Ban Wayfarer (él solía llevar unas Aviator) y el anillo de calavera. Pero eran los años ochenta, tiempos de tribus. Cada tribu se definía por su uniforme y los uniformes se definían por pequeños detalles: llevar unas Ray-Ban Aviator verdes o unas Ray-Ban Wayfarer negras mostraba tu militancia en universos éticos y estéticos radicalmente distintos; incluso, opuestos. O eso creíamos entonces.
La tribu de Alicia era la de las niñas bien y formalitas. Rubita, blanquita y mona, parecía recién salida de una telecomedia norteamericana de los años cincuenta, y su uniforme más frecuente consistía en una blusa camisera inmaculadamente blanca y una falda hasta medio muslo de la que emergían unas piernas de porcelana, delgadas y sin medias, rematadas por zapatos sin tacón. Podría pasar por la hermana pequeña de Doris Day o por una dependienta de la sección de perfumería de El Corte Inglés. Aunque a mi, a quien me recordaba era a Marilyn Munster, la dulce y rubia parienta rarita de la televisiva familia Munster. Quizá porque guardaba cierto, relativo, parecido físico con la actriz Pat Priest, caracterizada para el papel, quizá porque, por debajo y por detrás de aquella imagen tan dulce, había en ella algo que hacía que no me hubiera extrañado saber que, a pesar de su dulce apariencia, su tío fuera el monstruo de Frankenstein y su abuelo, el conde Drácula.
Su media melena color maíz se abría en un flequillo lateral que se desflecaba con picardía sobre sus bonitos ojos azules. A mí me gustaban aquellas piernas desnudas y aquel culito redondo que la falda, ajustada, contorneaba con toda exactitud; pero, sobre todo, me gustaba aquel flequillo desflecado y aquella sonrisa de niña buena y quizá un poco traviesa, sólo lo justito, con que me saludaba siempre que me veía. Una sonrisa que yo, naturalmente, siempre le devolvía. Pero la comunicación entre nosotros nunca pasó de ahí.
Nos teníamos muy vistos porque compartíamos aula en algunas asignaturas. Pero nos sentábamos en grupos distintos porque formábamos parte de tribus distintas, que por aquel entonces era tanto como decir que vivíamos en planetas distintos. Yo me sentaba delante, con los rockeros intelectuales y los estetas afterpunk; media docena de amantes de Jack Kerouac, de Hunter S. Thompson, de Charles Bukowski y de William Burroughs que teníamos deslumbrado al profesor de redacción periodística con nuestro desparpajo literario. El profe nos había tomado, pobre idiota, por los enfants terribles que iban a hacer con el apolillado y autocomplaciente parnaso literario español lo que hicieron los Sex Pistols con el apolillado y autocomplaciente parnaso rockero anglosajón. Así que siempre eran nuestras redacciones las escogidas para ser leídas en voz alta en clase.
Las de Alicia, por el contrario, nunca eran leídas en voz alta en clase, a pesar de que solía sacar buena nota en la asignatura. Ella se sentaba al fondo del aula, con las otras chicas formalitas, las que escribían con corrección y sin brillantez y rezongaban por el descarado favoritismo que el profesor mostraba por aquella arrogante pandilla de chulos y frescas de cuero negro, botas militares y minifaldas de leopardo que se sentaban en las primeras filas. Pero Alicia no era de las que rezongaban, sólo hacía sus deberes y sonreía. Ella no nos tenía manía, a los chulos y a las frescas de cuero negro, botas militares y minifaldas de leopardo. Al contrario, parecía considerarnos divertidos y simpáticos, un poco como Marilyn Munster consideraba divertidos y simpáticos a su tío el monstruo de Frankenstein y su abuelo el conde Drácula. Y no solía venir a las salidas nocturnas de estudiantes de los jueves por la noche, en lóbregos bares de copas del antiguo Barrio Chino, recientemente rebautizado como Barrio del Raval, antiguo territorio de putas, puteros y quinquis recientemente conquistado por universitarios, artistas, diseñadores y modernillos varios (aunque los espectros del antiguo Chino seguían por allí, agazapados entre las sombras de los callejones estrechos y los portales mal iluminados). No, Alicia no solía dejarse ver durante nuestras correrías por la calle Wellington y la plaza George Orwell, con paradas ineludibles en el bar California, el bar Kentucky y el Club Manhattan. Y, si venía, era sólo un ratito, casi siempre al final, siempre escoltada por su enorme novio—nunca supe su nombre— que siempre la sujetaba por el cuello con una presa de antebrazo, silencioso y hosco como un guardaespaldas checheno. Pero para entonces solíamos estar tan borrachos que nos hacía gracia.
—¿Qué? Muchas copas encima ya, ¿no? —me dijo en una de esas, contadas, ocasiones, sonriéndome por encima del antebrazo de Supernovio.
—Qué va. Cuatro bourbons. Aunque puede que sólo hayan sido dos. Como veo doble...
Se rio. Su risa era como agua fresca de manantial cayendo en cascada por entre las rocas nevadas de la montaña, o como el gorgeo de los gorriones en una mañana que te levantas sin resaca. Vale, es una cursilada: no, dos, y de las gordas, pero es lo que pensé. Y, quizá es lo que le hubiera dicho si en vez de cuatro bourbons hubiera llevado seis y los ojos flamígeros de Supernovio no me estuvieran observando desde las alturas entre nubarrones oscuros, como Chernabog, el demonio de Noche en el monte pelado en la película Fantasía.
Aquella fue la conversación más larga que tuvimos en todos nuestros años en común en la facultad. Y la última, porque aquella noche en particular lo que estábamos celebrando, precisamente, era el final de carrera. Y maldita sea, tuvo que ser precisamente entonces cuando, por fin, consiguiera intercambiar con ella más de dos palabras seguidas. Apenas pronunciadas, nos separamos para siempre: ella se fue en compañía de Supernovio, y yo en compañía del señor Jack Daniels. Al día siguiente (bueno, era el mismo día, en realidad), me desperté con dolor de cabeza, y esa depresiva lucidez que proporciona la resaca me hizo darme cuenta de que estaba al otro lado de una puerta cerrada tras la que quedaba una etapa de mi vida a la que nunca podría volver, y el portazo me había golpeado en el culo. Aquella puerta se cerró, pero se abrió otra, y por ella salí al mundo real, y una vez allí comprendí que mis años como celebridad del campus se habían acabado. De hecho, no sólo se habían acabado, sino que se habían esfumado en el aire, como si nunca hubiesen existido: Los enfants terribles de mi promoción, nunca materializaríamos esas promesas de juventud que otros pensaron que encarnábamos, y que nosotros, en nuestra juvenil arrogancia, nos habíamos creído. Pronto seríamos sustituidos por otro grupo generacional de enfants terribles que tampoco materializarían sus promesas, y éstos, a su vez y en su momento, darían paso a la siguiente promoción; y así sucesivamente, mientras el apolillado y autocomplaciente parnaso literario seguiría complaciéndose en su apolillamiento, sin darse por enterado de nuestra existencia. Pensábamos que íbamos a comernos el mundo, pero no nos comimos una mierda.
Mientras tanto, las niñas formalitas y mediocres que el profesor ninguneaba iban prosperando poco a poco, sin prisa pero sin pausa, pues el mundo real es formalito y mediocre y sabe recompensar a los suyos, a poco que sepan asumir la posición correcta cuando toca. Y es que, en este mundo, lo más importante no es el talento, ni la capacidad, ni la preparación; lo más importante, después de los contactos y de una cuenta saneada en el banco de los favores, es saber cuándo hay que hincarse de rodillas, en qué dirección hay que presentar las nalgas y a quién hay que chuparle la polla.
A más de una de aquellas alumnas formalitas, mediocres y ninguneadas por el profe las he visto luego de gran estrella mediática de la tele, de la radio, o de ambas; y gracias a que eran estrellas mediáticas de la tele o de la radio, se convirtieron en columnistas estrella de la mucho menos influyente pero más prestigiosa prensa escrita; y gracias a ello, en seguida llegaron a tener muchos más lectores de los que nunca pudimos conseguir los supuestamente más talentosos enchufados de la clase de redacción periodística. Más de una de ellas se convirtió en novelista de éxito, mimada por las grandes editoriales y los grandes permios literarios.
Estoy siendo injusto, desde luego. De que mi éxito profesional no estuviera a la altura de mi fama en el campus no debería culpar a nada más que a mi propia pereza, porque tampoco es que me lo currara demasiado. Malviví un tiempo en la prensa local, conseguí una efímera y limitada fama, también local, como crítico de cine ingenioso, y luego logré ganarme la vida un poco mejor, aunque tampoco mucho, escribiendo (yo diría que perpetrando) guiones para series de dibujos animados. Nunca escribí la gran novela que todo el mundo, hasta yo mismo, estaba convencido de que iba a escribir. Bueno, sí, escribí una cosilla breve —menos de noventa folios a dos espacios— y muy generacional, ambientada en el Londres de los primeros años del punk, que a ningún editor interesó. Cuando me cansé —pronto— de pasearla por editoriales, acabó durmiendo, olvidada, en las profundidades del disco duro de mi ordenador. Y cuando el trabajo como guionista de mierdecillas de dibujos animados para mantener a los críos callados empezó a escasear, encontré otro, como redactor en una revista de carpintería. Y así fue como uno de losllamados a revolucionar el artrítico panorama literario español acabó escribiendo artículos sobre temas tan apasionantes como las aleaciones más adecuadas para fabricar sierras de tupí. Pero al menos ganaba lo suficiente como para pagar el alquiler y el bourbon, mientras me autocompadecía por ser tan incomprendido siendo un escritor tan genial. El hecho de que en todos los años que llevaba pretendiendo ser un escritor genial apenas hubiera escrito más que media docena de relatos breves y una novela más breve aún, no hacía que me avergonzara de mi autocompasión. Para nada.
Y en eso que, como redactor de la revista de carpintería en la que malgastaba mi talento, me invitaron a una rueda de prensa en una ciudad extranjera. La ciudad no importa, digamos que era Milán, aunque no era Milán. O quizá sí: tras decenas de viajes a decenas de ciudades donde todo lo que veía era un aeropuerto, un hotel y un recinto ferial, todas acababan pareciendo la misma, salvo que los camareros hablaban un idioma distingo. Así que puede que fuera Milán, porque creo recordar que los camareros hablaban en italiano. Pero lo realmente importante es que me encontré con Alicia en el aeropuerto. Era otra de las periodistas invitadas.
—¡Vaya! ¡Qué sorpresa! —dijo al verme. Y añadió:—No has cambiado nada.
—Tú tampoco—respondí—Sigues igual de guapa.
Era verdad, seguía igual de guapa, lo que no era de extrañar, porque habían pasado algunos años, pero no demasiados, apenas los suficientes como para que los veinteañeros que habíamos sido nos hubiéramos reconvertido en treintañeros de aspecto aún juvenil y aún esbelto, sin más signo de envejecimiento, todavía, que cierta pérdida de brillo en la mirada. Pérdida que, en el caso de Alicia, era apenas perceptible. Aunque apenas perceptible no es igual a imperceptible.
Se rio del piropo. Su risa seguía siendo como agua fresca de manantial cayendo en cascada por entre las rocas nevadas de la montaña, o como el gorjeo de los gorriones en una mañana que te levantas sin resaca. Ella podría haber dejado esa risa como todo comentario al piropo, porque el piropo no era más que lo que parecía, una galantería formulada para no ser tenida en cuenta. Pero ella la tuvo en cuenta.
—¿Ah, sí? ¿Me creías guapa? —respondió, mirándome con coquetería por entre un par de mechones secesionados del flequillo rebelde. Sus ojos seguían siendo igual de azules, su flequillo igual de desflecado y su sonrisa igual de pícara. Y seguía prefiriendo las blusas camiseras blancas, las faldas a medio muslo, los zapatos sin tacón y las piernas desnudas.
—Siempre lo has sido. No es una cuestión de creencia, es una verdad objetiva—dije.
—No era de las más guapas.
—Desde luego que sí. Todos los tíos lo decíamos.
—A mi no.
—Porque sabíamos que tenías novio. ¿Lo sigues teniendo?
—Pues sí, ahí sigue, el hombre.
No negaré que sentí un leve pinchazo de decepción al oír eso, a pesar de que ni se me había ocurrido dudar de que Alicia siguiera con el mocetón de los suéteres Lacoste y las Ray-Ban Aviator verdes. Era de esa clase de chicas a las que, del primer vistazo, sabes que van a morirse siendo viudas de su primer novio. Y siempre, desde que la conocí, la vi envuelta por cierta intangible aura que contradecía cualquier idea de que estuviera soltera y disponible. Aquella aura seguía siendo perceptible en aquel mismo momento. Aunque en ese tipo de percepciones suelo equivocarme con frecuencia. Soy un hombre con las antenas muy defectuosas
—Vaya. Qué lástima. Perra suerte la mía—dije, haciendo un poco el payaso, para que se notara que estaba bromeando. Ella volvió a reír.
—Lo siento—se disculpó, sonriendo de una forma que sugería que no lo sentía en absoluto.
—Más lo siento yo.
—Tú también eras muy guapo. Todas las chicas lo decíamos.
—A mí no.
—Porque las chicas no vamos diciendo esas cosas. Además, tú también tenías novia.
—No tenía novia.
—Se rumoreaba que salías con una mujer mayor...
—No se puede decir que saliera con ella. Era una relación un tanto peculiar. Ella estaba casada...
—Sí, había oído ese rumor.
—Pues ese rumor era un infundio totalmente cierto.
—¿Duró eso mucho tiempo?
—unos cuatro años.
—¿Qué fue de ella?
—Que finalmente se decidió a separarse de su marido.
—¿Y no os juntasteis entonces?
—No. Separarse de su marido implicaba separarse también de mí. Yo era otra faceta de la misma situación que ella debía superar.
—¿Y no ha habido nadie después?
—Un par de novias. Una rubia y la otra morena. Pero las dos se llamaban Sonia.
—¿Y ahora?
—No, ahora mismo estoy solterísimo.
—Mmm... qué peligro—Dijo, con su sonrisa más pícara.
Coqueteaba, claro, y supuse (recuerden que soy un hombre con las antenas defectuosas) que coqueteaba sólo por coquetear. Pero me pareció que el cortés intercambio de piropos empezaba a durar un poco más de lo estrictamente necesario. Así que hice lo que suelo hacer para zafarme de las situaciones embarazosas: bromear.
—No te preocupes, me portaré bien.
—No sé si alegrarme o sentirme ofendida.
—Espero que tu novio no te haya oído decir eso.
—No creo, está muy lejos—respondió; y, al hacerlo, el brillo de su sonrisa se empañó levemente— Se ha quedado en casa.
“Casa” era el piso en una urbanización cuya hipoteca estaban pagando a medias. De todo esto hablamos durante el viaje al hotel donde la feria de Milán —dejémoslo en que era Milán—había concentrado a los periodistas. El viaje lo hicimos en un autobús conducido por un chófer italiano que no sabía una palabra ni de inglés ni por supuesto de español, y que nos estaba esperando en el aeropuerto con un cartelito. Durante el trayecto Alicia también me informó de que trabajaba como redactora en una revista de diseño de interiores, en la que había entrado poco después de acabar la carrera, y que ella y Supernovio aún no se habían casado, aunque estaban ahorrando para hacerlo. Mientras tanto, y como el piso, o mejor dicho la hipoteca, ya la tenían, se habían ido a vivir juntos. Lo de los hijos ya se lo plantearían después del matrimonio.
Yo le informé de mi breve carrera como periodista de prensa local, mi efímera fama como crítico de cine, mi etapa como guionista de dibujos animados y esa novela breve que no había conseguido publicar.
—Ya lo conseguirás—dijo— Escribías muy bien.
—¿Y tú que sabes?
—Me gustaba cuando el profe leía tus ejercicios en clase. Tenías mucho ingenio.—Bonito epitafio para grabar en una lápida.
Esta parte más confesional de nuestra conversación tuvo lugar no ya en el autobús, sino en un pintoresco restaurante instalado en un antiguo palazzo, después de habernos inscrito en el hotel, después de una tediosa visita guiada a una fábrica de muebles y después de haber asistido a la rueda de prensa que era el motivo nominal de nuestro viaje, y en la que los representantes de la Feria de Milán habían intentado convencernos de lo buenos que eran, lo bien que lo hacían, lo grande que tenían la polla y lo pequeña que la tenían los de la feria de Munich. Ya era de noche, la jornada había acabado por fin y los periodistas y los organizadores asistíamos a la cena de prensa que la culminaba. A la mañana siguiente, el mismo autobús conducido por el mismo chófer italiano que no sabía inglés ni español nos retornaría al mismo aeropuerto y de ahí, cada cual de vuelta a su casa y a su redacción.
Alicia y yo compartíamos mesa con dos periodistas eslovacos y cinco diseñadores de muebles italianos que, como nosotros no les hacíamos ningún caso, habían optado por hablar entre ellos de sus cosas en italiano. Los eslovacos no recuerdo si hablaron con nadie. Sonreían mucho, eso sí, y en general ponían la misma cara que debe poner alguien vestido de conejo rosa en una fiesta que resulta que no era de disfraces, sino de etiqueta.
Y la conversación entró en su tercera fase: la fase filosófica.
—Qué tiempos aquellos...—filosofé yo, nostálgico.
—Sí, qué tiempos—corroboró ella, quizá no tan nostálgica.
—Ya nos quedan un poco lejanos.
—Bueno...
—¿No tienes la sensación, a veces, de que la vida se empeña en no ir por donde tú tenías planeado llevarla?
—No—respondió ella—Así a grandes rasgos, mi vida ha ido yendo por donde yo había previsto.
—¿Habías previsto acabar en una revista de diseño de interiores?
—Sí, era justo lo que pretendía.
—¿Y cuáles son los siguientes pasos de tu plan de vida?
Se encogió de hombros y paseó la mirada por los techos del palazzo, como si buscara por ahí la respuesta. No creo que encontrase más que arañas de cristal un poco polvorientas.
—Casarme, acabar de pagar la hipoteca, tener un par de hijos...
—¿Por ese orden?
—Bueno, creo que será mejor que intentemos tener los hijos antes de acabar de pagar la hipoteca, porque para entonces yo ya seré una vieja menopáusica...
—Y él un abuelete al que ya no se le empina.
—Jaja.
—jaja.
¿Y tú? ¿Cuáles son los siguientes pasos de tu plan de vida?
—Escribir otra novela, escribir el guión de una película que consiga un Oscar de Hollywood... No. Yo qué sé. No tengo plan. No tengo ni puta idea. Ir tirando y más adelante ya veremos.
—Seguro que tienes mucha suerte. Y no me extrañaría nada que consiguieras un Oscar de Hollywood.
—¿No?
—No.
—Brindo por ello.
—Por tu futuro Oscar.
—Y por tus futuros hijos ¿niño y niña?
—Por supuesto.
El resto de la conversación de sobremesa fue bastante más ligera e intrascendente. Incluso cruzamos algunas palabras con los italianos y los eslovacos. Y tras la sobremesa y los insípidos discursitos de rigor por parte de los rrepresentantes de la feria y el responsable de no sé qué asociación empresarial italiana, seguimos al rebaño y subimos dócilmente al autobús que nos llevó de vuelta al hotel. Alicia y yo —y la mitad de los periodistas invitados—teníamos nuestras habitaciones en el mismo piso, así que nos despedimos a la puerta de la mía.
—Bueno, ésta es mi habitación—dije yo, muy redundante.
—La mía está un poco más adelante—Contestó ella, igual de redundante.
—Pues hasta mañana.
—Me ha gustado mucho haberme encontrado contigo.
—A mí también. Y eso que en la facultad nunca habíamos hablado mucho.
—No, no mucho.
—Lástima.
—Sí, lástima. Quien sabe... Igual hubiésemos acabado liados. En aquel entonces, digo.
—Sí, quién sabe.
Y allí murió la conversación y se hizo el silencio. Un silencio largo e incómodo cuyo conjuro cualquiera de los dos podría haber roto diciendo “buenas noches” para que cada uno se sintiera por fin libre de volver a su olivo, como buen mochuelo. Pero ninguno de los dos dijo nada, y el conjuro nos mantuvo allí plantados en silencio, como dos pasmarotes, mirándonos y sonriendo para disimular nuestra incomodidad. “Sobre todo no intentes besarla”, recuerdo que pensé, pero quizá lo intenté, o quizá lo intentó ella, ahí tengo una laguna de memoria, pero en todo caso alguno de los dos lo intentó, poruqe lo siguiente que recuerdo es que de pronto nos estábamos abrazando y comiéndonos la boca, y de alguna manera que tampoco recuerdo entramos en la habitación y cerramos la puerta separar nuestras bocas, yo con las manos por dentro de su blusa y ella con las suyas por dentro de la cinturilla de mi pantalón vaquero, y no hubo más palabras, salvo un “desnúdate” que ella me susurró al oído. Y yo me desnudé con rapidez y dejé que me contemplara un instante y me empujara suavemente para que cayera boca arriba en la cama, asumiendo el rol pasivo que ella parecía querer de mi, y no me moví mientras eme cabalgaba sin quitarse aún la blusa ni la falda, y no me moví cuando recorrió mi cuerpo con su boca, desde la mía hasta mi entrepierna. Sólo entonces me moví, alcé la cabeza para mirar hacia abajo, y entonces vi sus ojos azules espiando, tras la celosía del flequillo, las reacciones que en mí provocaba lo que ella me estaba haciendo. Y antes de que la polla me estallara como un globo demasiado inflado —Así la sentía— la cogí por las axilas y la tumbé de espaldas sobre la cama, y le desabroché la blusa inmaculadamente blanca, descubriendo, debajo una piel casi tan blanca como la blusa y un sujetador de encaje, que al ser retirados revelaron un par de pechos no muy grandes, redondos y perfectos, con unos pezones muy duros y muy pálidos, y pensé fugazmente que una o dos veces me había masturbado imaginando esta escena, imaginando esos pechos o unos parecidos emerger de la blusa blanca, imaginando que le quitaba la falda y las bragas como se las estaba quitando entonces, y despojadas de esas prendas sus piernas se me revelaron más desnudas que nunca, y entre un vello púbico muy corto, muy ralo y muy rubio descubrí unos labios vaginales hinchados y de un color rosado intenso que destacaba violentamente contra su piel pálida, y el color rosado se intensificaba de una forma fascinante cada vez que los besaba.
Y recuerdo que hicimos el amor de forma intensa y desesperada, hasta que, ya muy de madrugada, nos tumbamos agotados, transpirados y jadeantes, ella con la espalda pegada a mi pecho y mi brazo debajo de su cuello. Me dolía una tetilla, la tetilla donde lucía una anilla de piercing, a la mañana siguiente en el espejo del baño descubriría a su alrededor el motivo, la huella de sus dientes. También me dolía la polla, por el intenso esfuerzo y el intenso roce, aunque era un dolor en cierto modo agradable, y me pregunté si a ella le estarían doliendo esos labios vaginales tan fáciles de sonrojar. Pero no me atreví a preguntárselo.
—Estarás contento, ya conseguiste lo que querías— le dijo a mi mano, la que sujetaba entre las suyas, aquella cuyo antebrazo aprisionaba bajo su cuello. No supe discernir con qué estado de ánimo me lo dijo, porque no podía ver la expresión de su cara, sólo veía el pelo rubio que cubría su nuca. Es un misterio por qué las mujeres, después de haberse entregado en sexo y alma a un hombre, pasado el instante de locura del orgasmo se giran de espaldas para ocultarle, no sé si por pudor, por arrepentimiento o por vergüenza, la expresión de su rostro.
—He conseguido mucho más de lo que quería. O de lo que ni siquiera soñaba.
—Anda, que no vas a presumir luego de esto con los amigos.
—Yo no les cuento estas cosas a los amigos. Al menos, no por presumir.
—O sea, que esto ya te ha pasado antes.
—No, nunca ¿Y a ti?
—Nunca. Ahora supongo que te olvidarás de mí.
—Nunca me olvidaré de ti. Ni de esta noche.
—No es verdad. Mañana tú volverás a tu vida, y yo a la mía, y tú te liarás con otras mujeres. Y esto sólo será un recuerdo.
—Pues no vuelvas a tu vida. Vente conmigo. No tengo ningún piso en propiedad en ninguna urbanización, vivo en un piso de alquiler en un piso antiguo y medio ruinoso del barrio antiguo. Con un gato. Pero hay sitio de sobra para ti.
Entonces, ella se giró, y por fin me dejó mirar su rostro. Sus ojos azules nunca me habían parecido tan bonitos.
—Cállate—dijo. Y me besó, largamente, mientras su mano acariciaba mi polla dolorida logrando el increíble milagro de que volviera a hincharse.
Hicimos el amor una vez más, y ya completamente exhaustos atravesamos dorimidos las escasas dos horas de noche que quedaban hasta que sonara la inclemente alarma de mi teléfono móvil . Entonces Alicia se levantó y se vistió a toda prisa, me lanzó un beso y huyó a su habitación antes de que yo pudiera abrir la boca. Bueno, abrirla sí la abrí, pero de ella no salieron palabras. Me quedé allí sentado en la cama en pelotas, con la boca abierta y silenciosa.
Nos reencontramos en el comedor del hotel, para desayunar, somnolientos y silenciosos. De todas formas tampoco tuvimos oportunidad de hablar porque en seguida se nos unieron los periodistas eslovacos, y entre sonrisas y bocados de huevos con beicon (ellos sí estaban frescos y descansados tras una noche de sueño reparador) se empeñaron en explicarnos, en un peculiar spanglish punteado de Ako sa povie po španielsky? (¿cómo se dice en español?), lo mucho que les gustaba nuestro país y las muchas ganas que tenían de visitarlo. Pobre gente, cómo les debieron decepcionar aquellos dos españoles taciturnos y monosilábicos, tan distintos a la gente tópicamente alegre, parlanchina y hospitalaria que ellos imaginaban.
Tampoco hablamos apenas en el autobús que nos llevó a todos los periodistas invitados (eslovacos incluidos) de vuelta al aeropuerto.
—Quizá podríamos vernos algún otro día—dije yo, mientras esperábamos para embarcar. Los dos volvíamos a Barcelona en el mismo vuelo, aunque en asientos alejados.
—Sí, puede que nos volvamos a ver en alguna otra rueda de prensa.
—No me refería a eso.
—Ya lo sé—dijo, y me sonrió. Era una sonrisa melancólica, de labios apretados, muy diferente de aquellos alegres y deslumbrantes fogonazos de dientes blanquísimos que me dedicaba cada vez que nos cruzábamos por la calle, yo con mis Ray-Ban Wayfarer y mi chaqueta de cuero negro llena de chapas de los Sex Pistols y los Clash, y ella vestida de Marilyn Munster y del brazo de su novio vestido de Lacoste y Ray-Ban Aviator verdes. Y me besó, por última vez.
Nos despedimos definitivamente un par de horas más tarde, tras recoger nuestros equipajes en el aeropuerto de El Prat.
—Que tengas mucha suerte con tu novela—dijo ella—y que consigas un Oscar.
—Que tengas mucha suerte tú también—dije yo— y que consigas lo que sea que quieres conseguir.
No nos atrevimos a besarnos. A la salida a la esperaba un mocetón con un suéter Lacoste y unas Ray-Ban Aviator verdes, y a mí nadie. Ella me dijo adiós con la mano, desde los brazos del mocetón, mientras me alejaba camino de la parada de taxis. “Es un antiguo compañero de la uni”, supongo que ella le diría luego, cuando el mocetón le preguntara por qué saludaba a aquel tipo del traje negro y las Ray-Ban Wayfarer.
No volví a encontrarme con ella en ninguna rueda de prensa ni en ningún otro sitio ni acontecimiento. Algún tiempo después me dijeron que se había casado por fin, y se había retirado de la profesión después de tener el primer hijo. En la actualidad creo que ya tiene dos, y trabaja como free-lance en su casa en propiedad en una urbanización, escribiendo artículos para la revista de la que antes era redactora de plantilla.
Y desde entonces me he lidado con otras mujeres, pero a Alicia nunca he podido olvidarla.