Aunque es denominada usualmente de ese modo, deberíamos usar con todas las prevenciones el término ciencia para referirnos a la economía. Una ciencia es capaz de usar los instrumentos de que dispone para predecir acontecimientos y sus postulados pueden ser refutados o confirmados a través de la experiencia. Los mejores economistas no supieron prever la crisis que se nos venía encima. Allá por el 2007 la mayoría de ellos todavía pronosticaba prosperidad para los próximos años. Es cierto que el fenómeno de la globalización ha conseguido que esta disciplina se vuelva tan compleja y sujeta a tal número de variables, que en realidad nadie sea capaz de decir con certeza lo que va a suceder mañana. La desregulación de los mercados y las privatizaciones de servicios públicos, acometidas tan alegremente en los ochenta, han logrado que, paulatinamente, el poder de muchas multinacionales sobrepase al de los Estados. Si bien es cierto que el mundo es bastante más rico que hace unas pocas décadas, también lo es que el reparto de dicha riqueza se concentra en unas pocas manos, mientras buena parte de la humanidad pierde derechos duramente conquistados día a día. Además, el ritmo de crecimiento económico es insostenible para el equilibrio ecológico del planeta, algo que se ha hecho bien patente con la reciente celebración de la Cumbre de París.
Ante esta realidad, el triunfante pensamiento neoliberal (pensamiento único, lo llaman sus críticos) asegura que no existen alternativas. Cualquier intento de crítica es siempre recibido con una mirada de irónica conmiseración, propia de quienes se creen en posesión de una verdad absoluta. Pocos gobiernos son ya plenamente soberanos en la cuestión económica. Todos se encuentran sometidos al capricho de los mercados y a la permanente amenaza de la rebaja de notas por parte de las agencias de calificación, una especie de nueva inquisición que condena al gobierno hereje que intenta meramente poner en marcha una política socialdemócrata. Por eso el libro de Christian Felber ha sido recibido en ciertos círculos como una especie de broma de mal gusto, como un conjunto de ideas delirantes que, de ser aplicadas, nos llevarían a un desastre similar al organizado por el comunismo en Europa del Este. Para otros, en cambio, la economía del bien común no deja de ser una posibilidad esperanzadora, una reordenación radical de la economía, de su funcionamiento y de sus fines. Desde mi punto de vista, absolutamente profano en la materia, merece la pena leer el libro y reflexionar acerca de sus principales (y revolucionarios) postulados. Siempre he pensado que la ciencia económica debería estar al servicio del hombre y no exclusivamente del capital.
"Toda la riqueza del país en sus distintas formas y sea cual fuere su titularidad está subordinada al interés general. Se reconoce la iniciativa pública en la actividad económica. Mediante ley se podrá reservar al sector público recursos o servicios esenciales, especialmente en caso de monopolio y asimismo acordar la intervención de empresas cuando así lo exigiere el interés general". Esta cita no pertenece a ningún texto revolucionario, ni a ninguno de los programas de los partidos de izquierdas que se presentan a las elecciones generales. Se trata del artículo 128 de la Constitución Española. Ahora que tanto se habla de reformar la Constitución, es bueno saber que bastaría con que su texto fuera cumplido en su integridad para elevar de manera muy apreciable el bienestar de los españoles. Llevamos tantos años escuchando hablar de la sacrosanta libertad del mercado y de la motivación única del beneficio económico para hacerlo funcionar, que parece comúmente aceptada una especie de concepción darwinista del mismo: un lugar donde solo triunfan los más fuertes, los más listos, los más despiadados, los se adaptan mejor a una realidad eternamente cambiante, en suma.
La intención de Felber es la búsqueda de un sistema alternativo que, partiendo del capitalismo, se oriente, no a la búsqueda desenfrenada de beneficios, sino a un nuevo paradigma, en el que se premie a las empresas que integren una economía sostenible, traten bien a sus trabajadores e incluso cooperen con la competencia a la hora de tomar las decisiones que sean más favorables no para su exclusivo beneficio, sino para el bien común. Esto se consigue fundamentalmente dotando a la ciencia económica de alma, un elemento que hasta ahora no se ha estimado necesario. Porque lo natural en el hombre es la cooperación, no la competición, aunque nos hayan educado desde pequeños para estar preparados para esto último. Nuestro mundo es altamente competitivo. La idea preponderante es que solo los mejores pueden triunfar y vivir bien y quien no lo consigue, es un fracasado. Esto genera un continuo estado de ansiedad en gran número de ciudadanos. Los gobiernos fomentan la idea de que el éxito o el fracaso dependen únicamente de uno mismo, de cómo gestione sus propias habilidades, pero cuando llegan las inevitables crisis económicas no tiene reparos en usar una doble vara de medir, dejando tirados en la estacada a muchos trabajadores, mientras dedica ayudas millonarias a unos bancos que no tienen escrúpulo moral alguno en embargar las viviendas de esos mismos trabajadores:
"Cuando en el mercado tenemos que temer constantemente que los demás se aprovechen de nosotros tan pronto tengan la más mínima posibilidad, sistemáticamente se pierde algo esencial: la confianza. El economista dice: no pasa nada, en la economía se trata de eficacia. Eso es una perversión. La confianza es el mayor bien social y cultural que conocemos. La confianza es aquello que mantiene unida a la sociedad en lo más profundo, no la eficacia. Imagínese una sociedad en la que pudiera confiar plenamente. ¿No sería la sociedad con el mayor nivel de calidad de vida? Y al revés, una sociedad en la que tuvieran que desconfiar de cada persona. ¿No sería ésta la sociedad con la peor calidad de vida?
(...) Por este motivo, el miedo es un fenómeno muy extendido en las economías capitalistas de mercado: se teme perder el trabajo, los ingresos, el estatus, el reconocimiento social y la pertenencia. En la competición por escasos bienes hay en general muchos perdedores, y la mayoría tienen miedo de resultar afectados. Pero hay más componentes de la motivación dentro de la competencia. Mientras que el miedo empuja por detrás, desde delante arrastra una especie de deseo placentero. Pero ¿qué deseo? Se trata del deseo de triunfar, de ser mejor que todos los demás. Esto, desde un punto de vista psicológico, es un motor problemático. La finalidad de nuestras acciones no debería sobresalir por encima de los demás, sino ocuparnos bien de nuestros propios asuntos, que para nosotros son coherentes y nos gusta realizarlos. En este punto deberíamos referirnos a la autoestima. Aquél que relaciona su propio valor con ser mejor que los demás depende completamente de que los demás sean peores. Desde un punto de vista psicológico se trata de un narcisismo patológico. Sentirse mejor porque los demás son peores es simplemente enfermizo. Lo sano sería nutrir nuestra autoestima de acciones que nos gustara realizar, elegidas libremente y por tanto dotadas de sentido. Si nos concentrásemos en ser nosotros mismos en vez de en ser mejores, nadie saldría perjudicado ni habría necesidad alguna de la existencia de perdedores"
La teoría de La economía del bien común se fundamenta en la profundización de la democracia, para llevarla también a las decisiones económicas y en la limitación de los beneficios individuales, quizá el punto que escandilazará más a los defensores del capitalismo ultraliberal. Está probado científicamente que, a partir de cierto punto, las ganancias económicas no otorgan más felicidad al individuo, sino que le añaden preocupaciones. Si la industria del lujo, por ejemplo, quebrara y fuera sustituida por empresas dedicadas al bien común, no creo que se resintiera demasiado la felicidad de la humanidad. Que en Estados Unidos un directivo pueda ganar cientos de miles de veces el salario mínimo no deja de ser un escándalo, sobre todo porque es imposible que su labor sea comparativamente tan valiosa. Sería mucho más racional limitar las diferencias salariales y otorgar prestigio a aquellos cuyo trabajo beneficia a un mayor número de gente. Que las empresas cambien sus balances de beneficio por balances en bien común puede parecer a primera vista una idea extravagante, pero tal y como la expone Felber tiene visos de funcionar si es cierto que el egoísmo no es el principal motor de la psicología humana. Que existan unos auditores para medir el nivel de bien común en cada empresa no coarta la libertad más que la existencia de inspectores de medio ambiente o de hacienda:
"La libertad es importante, pero es más importante que el derecho de todos a libertad sea el mismo. Por esto, el derecho a la propiedad tiene que estar relativamente limitado."
Así pues, limitar las ganacias e imponer un tope a la propiedad de los individuos parece el obstáculo que mayores resistencias presentará. En cualquier caso, como afirma el autor, el actual estado de cosas discrepa ampliamente de los principios constitucionales y de derechos humanos comúnmente aceptados sobre el papel por la mayoría de las naciones democráticas. Sería bueno que La economía del bien común fuera difundido en distintos ámbitos sociales (como ya lo está siendo en algunos países) y sus principales postulados fueran objeto de debate. Si verdaderamente este sistema funcionara, con democracia plena, tal y como expone Felber, y sustituyendo darwinismo por cooperación, sería un paso adelante para las relaciones humanas, comparable con lo que significó la Revolución Francesa para la caída del Antiguo Régimen.
"Todas las corrientes de pensamiento y todas las religiones recomiendan: ¡ayudaos los unos a los otros, cooperad, sed generosos y compartid! ¡No hagas nada que no quieras que te hagan a ti! Estas «reglas de oro» de la ética son universales. No conozco ninguna corriente de pensamiento ni ninguna religión del mundo que nos quisiera educar en la competencia y el egoísmo. Tanto más sorprendente es que el sistema económico occidental esté basado en valores que no están respaldados por ninguna religión o ética. ¡El darwinismo social, sin la más mínima base científica, es la religión secreta de la economía!"