Publicado en diario.es el 24 de abril de 2017
El último libro del gran economista John Kenneth Galbraith se tituló La economía del fraude inocente. Afirmaba en sus páginas que era un fraude porque “rinde un servicio sigiloso a ciertos intereses particulares” y lo calificaba generosamente como inocente porque, en su opinión, “la mayoría de los que lo perpetran no se sienten culpables”.
A mí me parece, sin embargo, que cada vez cuesta más trabajo seguir pensando que se trata efectivamente de algo tan inocente como pensaba Galbraith, por muy poco responsables que se sientan los economistas que engañan cada día a la gente. Bien sea a base de grandes mentiras o de las formas más sutiles de engañar como pueden ser las medias verdades, los silencios o las manipulaciones estadísticas.Por muy marcada que sea la aureola de grandes científicos que tienen los economistas de mayor impacto mediático, lo cierto es que casi siempre terminan dando gato por liebre a la opinión pública, produciendo mucha confusión y, a la postre, logrando lo que se busca, que la gente crea a pie juntillas lo que le dicen y dé por buenas las políticas que en realidad menos le convienen.
Unas veces, los economistas engañan presentando como si fueran juicios técnicos y neutros y, por tanto, fuera del debate de los no entendidos lo que no son sino simples preferencias ideológicas de quien las formula. Típico ejemplo de ello es afirmar que las empresas o las entidades financieras privadas son mejores o funcionan más eficientemente que las públicas, que las pensiones privadas son más deseables que las públicas, o que conviene que no haya determinado tipo de impuestos, como ocurre en los últimos tiempos con el de sucesiones.
Ninguna de esas afirmaciones es técnica sino política. Ninguna tiene detrás una evidencia empírica que la haga irrefutable, un análisis científico que pueda demostrar taxativamente que es una verdad indiscutible. Una empresa o un banco público, por ejemplo, puede ser tan eficiente o más que uno privado, o viceversa; ninguno es intrínsecamente o por definición superior o mejor que el otro. Es legítimo optar por una u otra solución pero es un engaño decirle a la gente que la elección que cada uno adopte es el resultado de un juicio técnico o científico y, por tanto, objetivamente “mejor” que su contraria.
Otras veces, se trata de convencer a la gente de que determinadas propuestas no son controvertidas como resultado de un análisis científico incuestionable e incuestionado y, por tanto, que igualmente deben quedar fuera de la discusión. Se dice, por ejemplo, que los modelos económicos demuestran que las pensiones públicas son insostenibles, que la investigación económica ha demostrado que es preciso moderar los salarios para crear empleo, reducir los impuestos para que suba la renta per cápita, que a partir de un determinado nivel de deuda no habrá crecimiento económico, o que los bancos centrales son imprescindibles porque allí donde lo son la tasa de inflación es menor.
Pero se oculta que detrás de esas afirmaciones, como he demostrado en mi libro Economía para no dejarse engañar por los economistas, hay hipótesis concretas que si se cambian dan lugar a resultados completamente diferentes.
Y, por supuesto, muchos economistas engañan también a la gente cuando al hacer sus propuestas no hacen mención de los resultados distributivos que van a tener, haciendo creer, por tanto, que se toman con independencia de ello, cuando en realidad se sabe perfectamente que son mucho más favorables para unos grupos sociales que para otros.
Y no se crea que los engaños han hecho mella solo en la gente normal y corriente, que solo la menos formada es la que ha llegado a creerse a pies juntillas ese tipo de afirmaciones. Para hacer eso posible ha sido necesario que previamente se haya generalizado y asumido por la mayoría de la profesión una “sabiduría” económica que en realidad no es sino un relato de la realidad lleno de errores metodológicos y de prejuicios ideológicos.
Son cientos los profesores de economía que día a día siguen enseñando a sus alumnos que la función de demanda de mercado es decreciente cuando hace decenios que se demostró que eso es falso porque puede tener cualquier forma. O que los bancos obtienen el dinero que prestan de los depósitos que previamente les han hecho sus clientes, cuando se sabe perfectamente que es al revés, que primero prestan (con dinero que crean de la nada) y de ahí nacen los depósitos.
¿Cuántas veces hemos oído que la enorme deuda que tiene España y especialmente la pública es el resultado de que “hemos vivido por encima de nuestras posibilidades”? Miles de veces, pero casi nunca (por no decir que nunca) se recuerda que la deuda es en realidad el negocio de la banca y que ha sido esta quien ha usado su enorme poder para imponer un modelo de crecimiento económico basado en la deuda. Y, sobre todo, que si la deuda ha aumentado tanto es por los intereses que cobra la banca por prestar un dinero que crea de la nada y sin coste alguno. En el caso de nuestra deuda pública, por ejemplo, el 61,4% de toda la que se ha generado desde 1995 se debe a intereses.
Se le dice a la gente que hay que moderar los déficits públicos e imponer recortes brutales en el gasto que se traducen en grandes pérdidas de bienestar social (y en nuevos negocios privados) porque esa es la única forma de que no aumente la deuda, pero se le oculta que desde que en Europa se impuso la regla del 3% como límite del déficit público la deuda ha aumentado más de 20 puntos en porcentaje del PIB (exactamente 5,3 billones de euros desde 1995 a 2015). Por no hablar del gran engaño que supone decir que nadie predijo la crisis. Sí lo hicieron los economistas (de izquierdas o de derechas, críticos u ortodoxos) que contemplaron sin prejuicios ni intereses espurios de por medio lo que estaba haciendo con la deuda el mundo de las finanzas, que es el gran padrino del fraude intelectual en que se ha convertido la economía de nuestro tiempo
Pero el problema principal que conllevan los engaños de los economistas ni siquiera es que, como he dicho, sus afectados sean siempre los mismos. Lo malo es que sus responsables gozan de casi total impunidad.
Podríamos dar también muchos ejemplos traídos de todo el mundo, pero en España creo que tenemos el que podría ser el paradigma de todos ellos, la mejor y más terrible expresión de los males que hoy día aquejan al análisis económico como instrumento imprescindible de las políticas públicas.
Me refiero al que fue gobernador del Banco de España, Jaime Caruana. En su día fue acusado por sus propios inspectores de mirar hacia otro lado, de mantener una actitud pasiva y un “complaciente optimismo” ante los peligros que se estaban generando y que los inspectores contemplaban ya como muy ciertos, o de realizar “imprudentes análisis de la realidad”. En la carta dirigida al entonces ministro de Economía y Hacienda y vicepresidente del gobierno, Pedro Solbes, los inspectores denunciaban “la pasiva actitud adoptada por los órganos rectores del Banco de España, con su gobernador a la cabeza, ante el insostenible crecimiento del crédito bancario en España”, o también que la creciente acumulación de riesgos en el sistema bancario español tenía su origen en la “complaciente actitud del gobernador del Banco de España” y en su “falta de determinación” (la carta puede leerse aquí).
¿Alguien le pidió cuentas al exgobernador Caruana por esa evidente responsabilidad en todo lo que sucedió en el sistema financiero español y que tanto daño ha hecho a millones de hogares y empresarios?
La mejor y más clara respuesta a esta pregunta consiste sencillamente en saber dónde se encuentra hoy día empleado quien dirigió el Banco de España con un comportamiento de ese tipo, tan pasivo y complaciente hacia la banca que gestaba el daño tremendo que terminó produciendo: Jaime Caruana es actualmente nada más y nada menos que el Director Gerente del Banco Internacional de Pagos, es decir, la máxima autoridad financiera y bancaria internacional.
Lo peor, pues, no es que la economía se haya convertido en un fraude sino que este es todo lo contrario de inocente, como prueba el destino que aguarda a quienes lo cometen y la impunidad con que lo llevan a cabo.