Revista Opinión

La educación: entre el saber y la ignorancia

Publicado el 19 abril 2010 por Hugo
La educación: entre el saber y la ignoranciaLos profes no están preparados para la colisión entre el saber y la ignorancia [para ello], ¡eso es todo!
—Y tú que lo digas.
—Ya lo creo, esas historias de pérdida de orientación, de violencia, de consumo, toda esa cháchara es la explicación de moda; mañana será otra cosa. Además, tú mismo lo has dicho: la verdadera naturaleza del «ello» no puede reducirse a la suma de los elementos que lo constituyen objetivamente.
—Lo que no nos ilustra sobre lo que sea.
—Acabo de decírtelo: ¡el choque del saber con la ignorancia! Es demasiado violento. Aquí tienes la verdadera naturaleza del «ello». ¿Me escuchas o no?
—Te escucho, te escucho.
Le escucho y he aquí que se lanza a una clase magistral, subido a una tarima, absolutamente seguro de sí mismo, de la que se deduce, si le comprendo bien, que la verdadera naturaleza del «ello» residiría en el eterno conflicto entre el conocimiento tal como se concibe y la ignorancia tal como se vive: la incapacidad absoluta de los profesores para comprender el estado de ignorancia en el que se cuecen sus zoquetes, puesto que ellos mismos eran buenos alumnos, al menos en la materia que enseñan. El gran defecto de los profesores sería su incapacidad para imaginarse
sin saber lo que saben. Sean cuales sean las dificultades que han debido superar para adquirirlos, en cuanto los adquieren sus conocimientos se les vuelven consustanciales, los perciben como si fueran evidencia («¡Pero es evidente, vamos!»), y no pueden imaginar que sean por completo ajenos a quienes, en ese campo preciso, viven en estado de ignorancia.
—Tú, por ejemplo, que tardaste un año en aprender la letra a, ¿puedes hoy imaginarte sin saber leer ni escribir? ¡No! Como ningún profe de mates puede imaginarse ignorando que dos y dos son cuatro. Pues bien, ¡hubo un tiempo en el que no sabías leer! Chapoteabas en el alfabeto. ¡Eras lamentable! ¿Te acuerdas de Djibuti? ¿Puedo ahora recordarte la época, no tan lejana, en la que te parecía que Alice, tu hija (hoy por hoy mayor lectora que tú), leía de muy mala gana los primeros textos que la escuela plantaba ante sus ojos de niña? ¡Imbécil! ¡Padre indigno! ¡Habías olvidado que esta dificultad era la tuya! ¡Y que, en este terreno, tú habías sido infinitamente más lento que tu hija! Pero he aquí que, adulto ya y
sabiendo, el señor se mostraba impaciente con una chiquilla que estaba aprendiendo. Tu saber de profe y tu inquietud de padre sencillamente te habían hecho perder el sentido de la ignorancia.
Le escucho, le escucho. Lanzado a semejante velocidad, sé que nada podría ya detenerle.
—¡Todos los profes sois iguales! ¡Lo que os faltan son cursos de ignorancia! Os hacen pasar toda clase de exámenes y de oposiciones sobre vuestros conocimientos adquiridos, cuando vuestra primera cualidad debiera ser la aptitud para concebir el estado de quien ignora lo que vosotros sabéis. Sueño con una prueba del CAP o de licenciatura donde se pidiera al candidato que recordase un fracaso escolar (un brusco bajón en mates, por ejemplo, a los catorce o quince años) e intentara comprender lo que le había ocurrido aquel año. (...) En resumen, es preciso que quienes pretenden enseñar tengan una clara visión de su escolaridad, que
sientan un poco el estado de ignorancia, si quieren tener la menor posibilidad de sacarnos de ahí.
—Si comprendo bien, ¿sugieres que los profesores se recluten entre los malos alumnos más que entre los buenos?
—¿Por qué no? Si lo han logrado y recuerdan el alumno que eran, ¿por qué no? (...)
—...
—¿No?
Daniel Pennac, Mal de escuela, Random House Mondadori, Barcelona, 2008, pp. 243-245.

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