Una de las trabas que tienen los gobiernos para generar una educación pública de calidad, es que ésta implicaría aumentar de forma creciente la competencia en torno al poder y el control del Estado. Sobre todo para las elites que se educan de forma privada, sus propios hijos.
Las elites, entre éstas las que gobiernan y controlan el Estado, se educan de forma privada. Es decir, no dependen bajo ningún punto de vista de la instrucción que el Estado entregue.
No sólo tienen la posibilidad de pagar escuelas privadas de alta calidad o profesores particulares especializados que refuercen las debilidades académicas de sus pupilos, sino que incluso pueden enviarlos fuera del país si las condiciones no están dadas.
Lo irónico es que esas mismas elites, deciden cuánto, cómo, dónde y a quiénes educa el Estado. Y esas mismas elites son las que monopolizan el conocimiento y se atribuyen la facultad de reconocer o rechazar ciertos saberes o la forma de instrucción que se aplica.
Esas mismas elites, han sustentado un sistema público de educación primario y secundario que es cada vez más segmentado, menos eficiente en su rol formador y más eficiente en cuanto a sustentar y sedimentar la desigualdad.
Entonces se produce una paradoja tremenda -aunque explicable desde el punto de vista político y de las elites-. Las clases privilegiadas, que prefieren las escuelas privadas para las primeras fases de instrucción de sus hijos (pues consideran de muy mala calidad las instituciones públicas) luego tienen como primera opción las universidades estatales.
O sea, optan por los servicios educacionales que ofrece el mismo agente que en otros momentos rechazan. En esto no se hace juicio de valor en cuanto a la opción sino la constatación de dicha extraña regularidad.
Valdría la pena preguntarse ¿Por qué las elites optan por los servicios universitarios del Estado, cuando la mayoría de las veces los consideran como ineficientes, malos y defectuosos?
La respuesta es muy simple. Optan por la vía más fácil y directa para hacerse del poder del Estado –no olvidemos que son elites-.
¿Por qué dirán algunos? Por algo simple. El Estado es un instrumento controlado por elites que se reproducen de forma histórica, y a la vez es un monopolio que valida y reconoce sólo a sus propias instituciones.
Como el Estado no reconoce más que sus propios brazos y extensiones. Para hacerse del botín estatal, las clases privilegiadas deben tomar el control de sus centros de validación, de los centros que monopolizan y distribuyen el conocimiento. O sea, los centros de educación superior del Estado.
La sociedad, sometida al poder monopólico del Estado y la hegemonía de sus centros de conocimiento, termina sin saberlo, por legitimar sólo esas mismas instituciones y a los dirigentes que surgen de éstas, que van colocando diversas barreras de entrada en diversas áreas, sobre todo cuanto al conocimiento y al ejercicio del poder.
Por eso quizás, un científico como Claudio Bunster –que es parte de la misma elite- dijo en la revista de la Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos, que las universidades chilenas son como pequeños soviet. De forma implícita, la frase hace alusión a la fuerte relación entre los intereses del poder político y el mundo académico.
Por eso, un sistema educacional público de alta calidad y alta cobertura, no sólo implicaría eliminar barreras de entrada existentes, sino que sería un alto riesgo para el poder de las clases dirigentes, pues aumentaría la competencia en torno a alcanzar puesto de influencia.
Además, un sistema de educación eficiente podría darle mayor independencia a un número importante de ciudadanos en cuanto al Estado y por tanto aumentar la oposición a su hegemonía y dominio irrestricto.
Como el sistema no es cerrado, un estudio del propio departamento de Economía de la Universidad de Chile demostró las diferencias entre sus alumnos, donde aquel miembro de la elite siendo el peor alumno, tiene garantizado entre 30 a 40% más de sueldo que el mejor alumno que viene de un sector medio-bajo.
Otro estudio de la Universidad Adolfo Ibáñez demostró que el 71 por ciento de la elite chilena estudia en los mismos colegios y el 20 por ciento de ellos ha estudiado en el Saint George. O sea, comparten mucho capital social.
¿Qué conocimiento surge de este monopolio de las elites en el mundo político y académico? Ninguno, sólo el instrumental para continuar con su hegemonía.
Quizás por eso, la innovación en nuestro país es más bien débil y la democracia tan poco competitiva. Y como reitero Bunster: “El problema con la ciencia y la innovación en Chile no está en los investigadores, sino que en el sistema establecido, que incluye al aparato universitario tradicional".