Por Juan Alonso
Pablo Ramírez estaba sentado sobre el piso de cemento con los brazos esposados desde atrás. La mirada del verdugo se posó sobre su rostro y sintió ganas de vomitar, de cagarse encima. Su cuerpo comenzó a temblar como sólo tiemblan los que saben que van a morir. El verdugo con ojos de pez y una leve joroba se subió los pantalones, que le llegaban a los bordes del culo, y tomó el arma que estaba en el mostrador de la caja de herramientas.
Afuera el cielo era violeta como algunos inviernos de la Patagonia. La camioneta avanzaba sobre el ripio y las ovejas parecían inquietas. El infinito se achicaba a medida que recorrían el camino, pequeñas piedras volaban hacia los costados y el polvo de la tierra seca producía que los ojos llorasen solos. Nadia se asomó por la ventanilla y vio aquel galpón, tres camionetas, un auto destartalado, un sereno durmiendo en la casilla de vigilancia con una pequeña radio roja sobre la mesita de plástico. El viento arreciaba y golpeaba la puerta, pero el sereno dormía, o parecía dormir apoyado sobre su lado izquierdo. En la radio sonaba el relato de un partido de fútbol local.
El perro de Ramírez, atado a una de las camionetas, lloraba como un lobo bajo una luna de sangre. Víctima y verdugo se miraron a los ojos. Un instante fugaz sin futuro. La primera bala se incrustó en el ojo derecho de Ramírez, que se volcó en un leve estallido agónico. Su perro lanzó un llanto furioso que atravesó la estepa y enseguida sobrevinieron los ladridos, la rabia brutal, la desesperación por romper la cadena de hierro y salir a matar a todo a quien estuviera parado ahí con el pobre de Ramírez.
Nadia escuchó un chasquido en el horizonte, el sonido del pico de un cuervo posado en el poste de la oscuridad. Su marido venía pensando en otra cosa. El lunes tenía que pagar la décima cuota de la hipoteca del campo y le dolía la rodilla. Nadia le dijo: “¿No escuchaste eso?”. Se miraron. La camioneta daba la ilusión de alejarse de alguna parte.
El segundo tiro fue en la sien. Un chorro de sangre se desprendió de la cabeza de Ramírez. No había pronunciado ni una palabra. El verdugo dio una vuelta completa alrededor del cadáver y se quedó mirando su obra. Lanzó un escupitajo al suelo y fue a buscar una bolsa y un trapo de piso. El perro seguía ladrando. Una baba espesa salía de la boca del animal y era de un amarillo fosforescente. La cadena de hierro le había hecho una herida en el cuello y tenía los ojos desorbitados por la furia. El verdugo ni lo miró. El sol naranja presagiaba la llegada de la noche.
Nadia insistió: “¿Cómo que no escuchaste? Pareció un balazo”. Su marido hizo un gesto de fastidio y puso cuarta con la vista fija en eso que él definía “adelante”. La mujer comenzó a morderse las uñas y se asomaba hacía atrás sin lograr divisar otra cosa que no fuera su propio miedo.
Ramírez intuyó el final. Su amigo Norberto le había aconsejado que no fuera al encuentro del mecánico a cobrar aquella deuda. Porque una deuda en un pueblo se paga con el simple saludo y un kilo de pan casero y una botella de vino. No valía la pena. ¿Qué cosa podría valer la pena por unos pesos? Pero Ramírez era testarudo y se aventuró en un lugar desconocido: la casa del odio no recibe bien a las visitas. Un hombre ahí tiene destino de calavera.
El primer corte es para separar algo parecido al matambre de la vaca, el segundo marca el azotillo, el cogote del animal, que se desprende con una sierra. Después se puede dedicar al costillar y a la falda. El cuarto trasero de la oveja es fácil de marcar y desmontar, porque no es tan pesado como otros. En eso venía pensando el verdugo, en sacrificar una de esas ovejas del ripio para hacerse un asado con su mujer e hijos, cuando su levitación mental fue interrumpida por el ladrido del perro de Ramírez. Tomó la extensión del cricket y le asestó un golpe en el lomo que literalmente lo quebró. Después empuño el arma, acercó el caño y efectuó el tercer disparo que se evaporó en el viento sur.
-¿Y ahora qué me decís?- Le dijo Nadia a su marido.
-Será un paisano medio borracho, jugando.
La oscuridad de la noche comenzaba a inundar el paisaje de lo aparente. Nadia seguía nerviosa. Su pareja, fastidioso.
Dos kilómetros atrás, el verdugo colocó el cuerpo de Ramírez en dos bolsas y se dirigió a una de las camionetas. Usó otra bolsa negra para el perro. Estaba tibio cuando lo lanzó atrás como quien se desprende de la basura.
En ese instante, una lechuza cayó del cielo. El ratón que perseguía intentó esconderse a unos metros del galpón. El verdugo salió con la linterna para alumbrar su faena. Arrimó un bidón de nafta y en el momento en que buscaba las llaves, el pájaro hizo un ruido excitado por el ratón en su pico. El hombre vio la escena extasiado y movió la comisura de los labios como buscando un cigarrillo para pitar. Dos asesinos se contemplaban en silencio antes de marchitar los huesos.
Ya en su casa, Nadia pensaba en una tarta de manzanas.-
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