Revista Educación

La emoción está infravalorada

Por Siempreenmedio @Siempreblog

El cine es emoción. Puede contener y contar muchas cosas más pero a las historias que cuentan las películas las mueve el deseo de emocionar al espectador. Al menos, así debería ser. ¿Acaso no son las pinturas que nos remueven algo por dentro, la música que nos hace sentir un cosquilleo en el estómago o los libros que nos hacen reír o llorar o sentir miedo los que acaban por fijarse en nuestro cerebro de tal forma que nunca desaparecerán de nuestro recuerdo? Pueden venir críticos sesudos que hablen de técnica, de estructuras, de armonías, de subtextos, de intenciones… que pronuncien palabras que no hemos escuchado en nuestra vida y nombren a personas presumiblemente muy importantes que no conocemos ni sabemos a qué dedicaron su vida… Nada de eso tiene importancia si la obra nos emociona. Y nada de eso tiene tampoco importancia si la obra no nos emociona.

Salí del cine después de ver Birdman (Alejandro González Iñárritu, 2014) con la sensación de haber visto un gran despliegue técnico y artístico para una historia que finalmente no me causaba ningún tipo de emoción. En ningún momento llegó a mi corazón lo que les ocurría a los personajes y con el paso del tiempo cada vez va tomando más fuerza en mi cabeza la sensación de que asistí a una masturbación de Iñárritu en plano secuencia y en pantalla grande. De que esa crítica de la propia crítica y de las superproducciones de Hollywood es, cuando menos, arrogante y presuntuosa. ¿Qué tendría de malo que el papel que más recuerde el público de Michael Keaton fuera el de Batman? ¿Por qué Michael Keaton debería sentirse más actor interpretando a Riggan Thomson que a Bruce Wayne?

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El cine es emoción. Es John Wayne alejándose de una casa en la que encuentra lugar. Es un niño estelar flotando en el espacio ante La Tierra con música de Strauss de fondo. Es Darth Vader diciendo: “Luke. Yo soy tu padre” mientras le tiende la mano a Skywalker. Es un Bruce Willis indestructible encontrando su lugar en el mundo. Es Joaquin Phoenix enamorándose de su sistema operativo. Es Starlord abriendo una caja que contiene una nota de su madre y una cinta de casette. Es Matthew McConaughey cogiendo la mano de una hija anciana después de atravesar el universo y el tiempo. Es un joven baterista demostrando a su maestro que puede tocar como Buddy Rich. Es ir a ver el Batman de Tim Burton con 12 años y sentir que flotas en la butaca con la música de Danny Elfman y el logo del hombre murciélago tallado en piedra.

Que una película trate de representar la inextricable aflicción del ser humano ante el discernimiento de la propia insignificancia (sic)…eso, como dijo  Rhett Butler en Lo que el viento se llevó“francamente, querida, me importa un bledo.”


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