Hasta la fecha siempre he creído que los pueblos estaban olvidados de las grandes decisiones políticas y económicas de este país. En los pueblos vivimos tres de cada diez ciudadanos españoles y por eso nuestro peso en la sociedad es poco.
Pero el otro día caminando me vino una idea a la cabeza como un chispazo y además sin venir a cuento, la verdad. Esta idea me surgió en forma de interrogante: ¿Y si lo que hay en verdad, es envidia desde la ciudad a los pueblos?
La ciudad no quiere que se sepa que en los pueblos se vive mejor, que las casas donde uno vive pueden ser más grandes y con menor coste, que también hay trabajo por cuenta ajena y no hay tanta competencia para optar a un puesto de trabajo, que el trabajo autónomo ofrece muchas posibilidades porque también hay muchas necesidades en cuanto a servicios, que los niños son más felices porque son más libres, que los vecinos se ayudan como si fueran familia, que saludar a todo el mundo es ley, que hay montes y ríos en vez de parques, que no hay atascos, que impera el silencio sobre el ruido, que el aire es más puro, que las personas comen frutas y verduras que han cultivado ellas mismas, que la gente práctica el trueque, etc.
La ciudad te atrapa con sus grandes edificios, con sus centros comerciales, con sus cines y teatros, con sus polígonos industriales, con sus grandes polideportivos, pero a cambio te somete a vivir en colmenas, a hacer colas para todo, a respirar contaminación, a no conocer ni a tus vecinos y a ir con prisa a todas partes.
La ciudad tiene envidia a los pueblos y por eso los menosprecia, a pesar de que si no fuera por pueblos las ciudades no serían lo que son ahora.
La ciudad tiene envidia a los pueblos porque en ellos se vive mejor y tiene miedo que cada vez más personas se quiten la venda de los ojos y descubran esta realidad.
La ciudad tiene envidia a los pueblos y no al revés, esto le duele a la ciudad, pero nunca lo admitirá.