Por Ana María Constaín
Tantas veces oí la frase:
Los hijos le cambian a uno la vida para siempre. Y bueno, es bastante obvio.
Pero jamás llegué a imaginar la magnitud de ese cambio.
Una vez Eloísa empezó a
crecer en mi interior, nada fue ya ni remotamente igual.
Gestar a otro ser humano despertó
en mi algo que no he podido hasta el momento poner en palabras. No en todo su
sentido.
Ser madre ha sido sumergirme
en el mundo femenino. En donde el tiempo no existe y la intensidad de las
emociones escapa de cualquier intento de control. Un lugar de la eterna
presencia. De la entrega. Del cuidado. De la conexión. De la disponibilidad.
Del sostén. Del instinto. De lo misterioso e irracional.
Pero ser madre también ha
sido darme cuenta de que este mundo me resulta extraño. A veces incómodo y
asfixiante. Ha sido ver de frente que en mi co-habita este mundo masculino. En donde las cosas tienen un orden y un sentido. Una
explicación lógica. He reconocido esta parte de mi que quiere
conquistar el mundo. Ser vista, reconocida, hablar
de cosas inteligentes, tener vida social y laboral. Que no le gusta el rol de
ama de casa. Al menos en el sentido tradicional. Porque la casa me queda
pequeña.
Y entonces siento una terrible envidia cada vez
que Nicolás se va. A su mundo masculino. A ser un individuo-adulto. Con su
propio espacio y tiempo.
Quisiera poder entregarme en ese mundo
ilusorio, seductor, en el que no estoy en contacto con este universo interno caótico.
Y dejar la crianza de mis hijas a otro ser dispuesto a vivir en esta locura.
No es tan simple. Porque mi corazón ya no me pertenece. Porque no hay nada igual a acompañar a mis hijas y ser testigo de
sus procesos de vida. Porque esta maternidad llena de contrastes y colores es
lo más grande que me ha pasado en la vida.
Esa conexión tan intensa que
tengo con ellas es tan hermosa como aterradora. Porque me saca de terrenos
conocidos. Porque me obliga a estar presente en un mundo a veces tan difícil. El
amor que siento es tan grande y tan puro. Y en su intensidad a veces duele.
Duele por todas aquellas sombras que ilumina, dejando al descubierto mis
heridas, mis íntimos secretos que ni yo misma era capaz de confesarme. Es un
amor que deja al descubierto mis incapacidades, mis debilidades, mis
vulnerabilidades.
Así
que de vez en vez esta envidia me corroe. Y siento rabia de que para los
hombres sea tan simple (No por eso digo que fácil)
Y aunque quisiera a
veces un poco de esa simpleza, ese poder coger mis maletas e irme sin dejar
parte de mi (cosa que sé jamás volverá a pasar), no cambiaria por nada, por
absolutamente nada, el ser mamá de dos seres maravillosos. El ser familia con
un gran hombre y compañero de vida.
Una y otra vez me
entrego a esta maternidad y me descubro en ella.
Siendo la madre que
soy,
Con todo y mi envidia
del pene.