No todos los viajeros saben hacer escalas. Hay quienes se entienden solo con vuelos directos. Los entiendo, hacer escala es un camino azaroso -ya ni se diga si son dos- y que requiere de un ejercicio de paciencia ante los imponderables. Decía Santiago Gamboa, un escritor colombiano -vamos, que lo dijo delante de mi en que para escribir bien, uno tenía que irse lejos y sufrir. Y para irse lejos, uno normalmente hace escala en algún lugar. Un lugar cualquiera, que es un punto en el mapa, una X de paso en la que a veces uno se puede quedar algunas horas y otras no. Una ciudad que parece no ser parte del viaje porque el viaje está en ese destino final que marca el una charla que dio en Caracas- boarding pass. Ese sí, porque hacia allá es el viaje y no lo es esa escala que aparece como una interrupción certera, cansina y a veces, larga. Uno se va lejos a sufrir, como a quien le prometen buenas letras después de ese escape, pero sin pensar que se va a sufrir, en primera instancia, en esa escala. Y todo es absolutamente engañoso, porque el que viaja sabe que el viaje comienza mucho antes de partir, desde el mismísimo momento en que se piensa.
En fin, que mi escala esta vez ha sido Madrid y he sufrido. Escribo esto mientras vuelo a Estocolmo, con la esperanza de que después del sufrimiento, salgan buenas letras, como si sufrir fuese verdaderamente el primer paso para hilar las ideas de la escritura.
Poco importará este cuento, o sí. Porque los viajes no son idílicos. Pero cuando llegué a Madrid después de un vuelo de casi ocho horas, el oficial de inmigración no me dejó pasar. Estaba solo de tránsito por dos horas y cualquiera pensaría que eso sería una escala llevadera, sencilla y, técnicamente, lo es, solo que a mí me pidieron una carta de invitación para poder entrar. A cambio, le enseñé todas mis reservas de hostales. Como respuesta, me pidió mi pasaje de vuelta a Estados Unidos y lo saqué debajo de mi manga, como un buen as. Entonces, pidió también un seguro de viajes y ese fue mi conejo recién sacado del sombrero. Quiso saber si volvería a Venezuela y entregué un segundo boleto, como prueba concluyente. Entonces, al verse atrapado, pidió que le enseñara todo mi dinero en efectivo, suficiente para dos meses de viaje y que tendría que ser, como mínimo, de 90 euros diarios. Y fue allí, en ese instante, cuando retuvo mi pasaporte, improvisó una carta, me envió a un cuarto y me dijo que perdería el vuelo porque hoy -en mi escala favorita- me había tocado el policía malo. Así me dijo.
Esperé durante una hora larguísima que otro oficial apareciera con mi pasaporte. Era el policía bueno y lo tuve que acompañar a otra oficina. Mientras caminábamos, sonreía, y me preguntó pocas cosas: de dónde venía, a dónde iba, qué hacía. Cuando le conté que soy periodista de viajes, me contó que estuvo en Colombia hace apenas un mes -nos bajamos de un ascensor-, que fue a Bogotá -abre una puerta-, al eje cafetero -atravesamos un pasillo y dos puertas-, y a Santa Marta. "¿Qué te dijo el oficial?" "Que no tenía dinero", le digo y me acelero para contarle que no conozco Santa Marta. Me sella el pasaporte, busca cuál es mi puerta de embarque, me sella una carta, me dice que me apure y que si no me da tiempo de tomar el vuelo, me asignarán otro. Entonces, pensé en mi maleta ya adentro del avión a Estocolmo al que, parece, no me iba dar tiempo de llegar.
La puerta K82 aparecía a catorce minutos de distancia, seis escaleras mecánicas por medio y un chequeo de equipaje en el que se me trabaron las botas que llevaba puestas. Corrí y cuando ya no pude correr más, me dejé llevar por las alfombras corredizas, casi resignada. Y la puerta K82 apareció vacía y cerrada, pero el oficial -el que había ido a Santa Marta- logró avisar que yo llegaría, que me habían retenido. Entonces, me dejaron pasar porque solo llevaba un morral y cerraron la compuerta del avión a mis espaldas, con un golpe que para mí fue como un estruendo. En mi puesto, el 21F, ya había alguien sentado. Un alguien que no era yo, ni se parecía a mí, que había pensado que esta escala en Madrid le había traído suerte y tendría la ventana y un asiento desocupado a su lado. Se movió, con amabilidad, y me senté con todo mi agite, la garganta seca incapaz de pronunciar palabra y cerré los ojos. Luego, comencé a escribir esto, mientras miro por la ventanilla de tanto en tanto y el sol insiste sobre mi brazo derecho. Hace rato Madrid se quedó atrás. Hace rato que dejé de sufrir.