Revista Cultura y Ocio

La escritura de los sueños

Por Calvodemora
En lo que sueño abundan los lobos. Hace pocas noches volví a soñar con ellos. Uno fatigaba un bosque castigado por un sol absoluto. Otro, liberado de las obligaciones de la sangre, parecía una especie de patriarca, una especie de rey lobo al que acudir para solicitar consejo. No sabría explicar los motivos de ese lobo, los motivo de ninguno que ocupara mis sueño. De hecho, en los sueños, aprecio su voluntad novelística, su firme gesto creativo. Los sueños que recordamos son como el último sabor de una pieza de carne en la boca. Luego es el tiempo o la contaminación de otros sabores lo que malogran la restitución fiable de lo soñado. Y ahora el lobo, convertido en un texto, no me dice nada. No tiene sentido ninguno que yo lo recobre aquí y lo haga perdurar. Quizá la literatura sirva únicamente para hacer que perduren las cosas. Como un registro que aspira a trascender sobre otros registros. Como si el lobo, al eludir la manada, hubiese pedido, en el limbo mágico del sueño, que lo rescatara de su condición de bestia y le brindase otra de más fuste, la de palabra. En el fondo, somos símbolos, indicios de otra cosa que no sabemos nombrar. Hay una teología en los sueños, un limpio deseo de alcanzar un estado de las cosas infinitamente más lustroso y durable que éste. Trenzado los sueños, ajustado al puzzle arcano que prefiguran, se dibuja una trama personal, una íntima, la única que quizá nos represente, por encima de lo que hacemos en el tráfago del día. Valen más las noches, lo que la noche escribe cuando dormimos, que todo lo que hacemos durante el laberíntico día. 

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