El todoterreno disfruta circulando por una de las pocas carreteras asfaltadas que hay en Namibia y nosotros compartimos su alegría contemplando por las ventanillas la vida que se va desperdigando sin orden por los márgenes del asfalto. Mujeres que caminan descalzas con sus bebés a la espalda, niños que cargan bidones de agua, hombres sentados a la sombra, mantas en el suelo con pilas de leña, poblados con apenas cinco chozas dispuestas en círculo. Es la Franja de Caprivi que se abre paso como una estrecha lanza entre Angola y Botswana y nos clava con fuerza en la retina la realidad más pobre del país.
De repente, el coche frena al leer nuestro pensamiento. Unos metros más atrás nos ha parecido ver una modesta escuela. Damos la vuelta.
Unos bancos de madera y una pizarra apoyada en la choza, todo al pie de la carretera. Pedimos permiso a la profesora que nos contesta con una sonrisa y unas palabras deslavazadas en inglés. Hace un suave gesto a los niños, cuyos ojos nos interrogan tímidamente, y sus voces se alzan obedientes hacia el cielo africano en un canto religioso de bienvenida que se diluye entre las nubes. Agradecemos su regalo con globos, camisetas, bolígrafos y juguetes pequeños.
Pero el mejor regalo, sin duda, nos lo llevamos nosotros mientras nos marchamos con una mezcla de felicidad y tristeza atragantada en la garganta. Al volver la vista, sus manos nos dicen adios dibujando sonrisas en el aire y ese recuerdo se cuela raudo en el coche para viajar con nosotros hasta meterse hoy en este cajón de recuerdos. Unos minutos de modestia, de risas, de impotencia, de pupilas dilatadas, de vida desbordante al pie de una choza.
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