Revista Educación

La escuela como comunidad y la educación en valores

Por Achristin
Cuando pensamos en una “Educación de calidad”, seguramente nos referimos a algo más que aprendizajes de algunos contenidos, y apuntamos también a “aprender a ser” y “aprender a convivir”. Esto nos remite a ciertos valores ¿Cuáles? ¿En qué consiste el “ser comunitario”?  ¿Qué es ser “ciudadano del mundo"?
La escuela como comunidad y la educación en valores
La educación en valores también es un proceso mediante el cual las nuevas generaciones de ciudadanos se introducen en el grupo cultural propio (Martínez).Sin embargo, las maneras de interpretar esta afirmación son diversas, especialmente debido a los cambios que se han producido en los últimos años. Podemos decir que una parte significativa del profesorado siente una especie de tensión a la hora de educar en los valores universales o en la ciudadanía mundial (Cortina), al mismo tiempo que fomenta el respeto de los diferentes grupos culturales y de los patrones de valores que comparten espacio y tiempo.
El liberalismo defiende que la afiliación a una argumentación moral concreta responde a una cuestión de autonomía y elección personal. El alumnado,  por lo tanto, debe desarrollarse en un ambiente educativo en el que, gracias a la tarea del docente, se le permita llegar a una conclusión racional sobre los valores y en el que, por supuesto, se respete dicha conclusión en tanto que producto final de un ejercicio personal razonado.
La educación en valores, así entendida, debe conjugar el respeto a la autonomía de la persona con la promoción de una conciencia respetuosa hacia las argumentaciones morales de cualquier grupo cultural, especialmente hacia los que por una razón u otra se encuentran más desfavorecidos (Kymlicka). Sobre este principio, se ha orquestado la educación intercultural como potenciación de la convivencia cívica y armoniosa entre grupos culturales que coexisten en la actualidad. No en vano, somos seres esencialmente multiculturales y para darnos cuenta de ello basta con pensar en nuestro pasado más o menos lejano (Maalouf). Sin embargo, no podemos ocultar que los problemas de convivencia multicultural están marcando el inicio del nuevo siglo. Sea como sea, se puede decir que la educación en valores centrada única y principalmente en el respeto mutuo y la convivencia cívica puede crear un sistema social débil o, si se prefiere, de cooperación entre ciudadanos pero no de vinculación ética y moral (Cortina).
El comunitarismo defiende que la comunidad es mucho más que el lugar en el que se construye la personalidad moral y que es suficiente con facilitar la convivencia entre diferentes comunidades. Prueba de ello es que, por ejemplo, no está tan claro que las diferentes opciones morales contemporáneas sean un producto racional, ni que, en contra de lo que se puede pensar, hayan sido elaboradas en la más estricta autonomía y libertad. El alumno, como cualquier persona de nuestra época, se encuentra en unas circunstancias en las que se ve incitado a elaborar su propia definición con parámetros no racionales, con lo que se convierte en lo que, por ejemplo, algunos han llamado el ‘yo emotivista’ (MacIntyre). En el proceso de construcción de la propia matriz de valores, el alumno no siempre tiene referentes externos morales claros y racionales, entre otras cosas porque, como ya hemos apuntado, la realidad actual no facilita la distinción entre la buena vida y la vida buena (Cortina).
Se puede defender que la educación en valores es el marco ideal para señalar el fin de la persona, para mostrar la esencia de todo lo que, como seres comunitarios, estamos llamados a ser. No debería caer en el olvido el principio aristotélico según el cual la persona es tal y como es, pero sobre todo, es lo que puede llegar a ser si su naturaleza se desarrolla. En este sentido, el papel del docente no consiste sino en facilitar el paso del primer estado al segundo, mediante el ejercicio razonado, mediante el desarrollo de la inteligencia práctica, es decir, de la inteligencia informada por los valores.
Transmitir conocimientos que tengan que ver con el fin de la persona en tanto que miembro de una comunidad se convierte en algo fundamental en la educación en valores de hoy, pues ayuda a comprender que la moral es racional y objetivamente justificable y, además, ayuda a pasar de los hechos concretos a los valores en tanto que deberes éticos. A modo de ejemplo: la educación moral desde esta perspectiva debe enseñar que somos seres vulnerables y que estamos llamados a ayudarnos unos a otros, solo de esta forma se convierte un hecho real en un deber moral. La ética de la ayuda debe convertirse en algo objetivo, racionalmente justificable, esencia de nuestra naturaleza humana. En caso contrario, ayudar a los que necesitan ayuda será una cuestión electiva que se asumirá en función de los intereses personales de cada uno (Buxarrais).
Desde este punto de vista, el hecho de centrarse en la educación intercultural puede hacer que se olvide la educación cultural; de ahí, quizá, la reivindicación actual, cada vez más extendida, de los nacionalismos culturales (Franzé). Los marcos morales –no importa si están más próximos o más lejanos, siempre y cuando sean los de nuestra comunidad moral– son el medio del que disponemos para orientarnos en determinadas cuestiones éticas y morales, y dichos marcos morales, o valores, existen con independencia de nuestra capacidad para encontrar nuestra posición en ellos. En este caso, no solo es problemático desconocer los bienes universales como la igualdad, la libertad o la fraternidad, sino que también lo es ignorar la propia ubicación respecto a dichos valores. La educación en valores no debería renunciar a la formación en el marco cultural propio y comunitario, porque es el primer paso para apreciar otros marcos culturales diferentes. La educación en valores, es más, debe ofrecer criterios racionales que permitan juzgar diferentes perspectivas morales sin que eso signifique educar en la discriminación moral. Esta versión del asunto no entra en el debate del darwinismo cultural, según el cual hay culturas moralmente superiores a otras, ni tampoco en el de si las políticas educativas de nuestros Estados deberían abrirse a otras culturas. Simplemente se apunta que la educación en valores empieza en la propia cultura, que difícilmente se puede valorar lo ajeno si antes no se aprecia lo propio.
En definitiva, el docente de hoy no puede olvidar que una de sus tareas es generar ciudadanos del mundo en el sentido más profundo del término. La defensa del pluralismo moral es la defensa de una de las dimensiones más valiosas de la condición humana. Ahora bien, el logro de dicho fin pasa por la educación en los valores de la propia comunidad, en aquella plataforma moral propia desde la que se pueden contemplar, respetar y apreciar otras maneras de entender el mundo y la condición humana.
La formación de ciudadanos en un mundo plural debe permitir comprender el funcionamiento de nuestra identidad cultural y preparar para la coexistencia de identidades diversas en el marco de una democracia pluralista, y ello, de manera que la identidad social y cultural propia y el compromiso con la comunidad no sean obstáculo para la búsqueda de un sentido universal de justicia y de la defensa de los derechos de la persona. La escuela como comunidad debe ser un lugar en el que aprender esto. Para ello, el profesorado debe dedicar el tiempo que sea necesario a apreciar lo valioso de las diferentes identidades culturales y cosmovisiones que coexistan en la escuela o que, al estar presentes en nuestra sociedad, se puedan analizar desde ella. De igual manera, deberá promover las competencias dialógicas y el rigor argumentativo para que sus alumnos puedan hablar tanto sobre aquello en lo que coinciden como sobre aquello con lo que están en desacuerdo. Por último, es necesario que los docentes practiquen la crítica hacia la propia cultura y que los alumnos la aprecien desde una comprensión crítica.
Autores Martínez Martín, M., Esteban Bara F. y Buxarrais Estrada, M. R. En ESCUELA, PROFESORADO Y VALORES Revista de Educación, número extraordinario 2011, pp. 95-113

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