¿Ha fracasado el llamado «espíritu de la transición»? ¿cuál es la España que se ha construido desde entonces? ¿son los parámetros de convivencia actuales, la mejor alternativa a la guerra civil y la dictadura? Ya en el 2004 se dijo que no era buen síntoma que un partido ganara contra pronóstico unas elecciones gracias a un atentado terrorista. Ni el partido que entonces estaba al frente del gobierno ni el aspirante habían presentado nada que realmente mereciera la pena. En la medida pudo influir aquel trágico y traumático suceso —que con toda probabilidad fue decisorio dada la igualdad de los rivales— significaba que el proyecto político de convivencia llamado España fracasaba... de nuevo.
Al hablar de proyecto político se habla de la creación de una serie de instituciones que representan a esa parte del pueblo que sí desea la convivencia. El problema es que en la construcción de ese proyecto y por mucho que sus protagonistas defiendan otra cosa, prevalecen sectores cuyos intereses no tienen nada que ver con la representación de la sociedad que aspira a construir un proyecto común, y sí más con el dogmatismo, las ansias de poder y de control. La España que estamos construyendo no se apoya sobre la convivencia, sino sobre el reparto de protagonismo. El que ocupan dos grandes partidos, uno de ellos infestado de mediocridad y de corrupción, pero que a pesar de ello continua logrando grandes resultados electorales, como si de esta manera los demás tuviéramos que aceptarlo.
Ante la ausencia de argumentos, la convivencia política en estos momentos consiste en el atropello y en la acusación, en muchas ocasiones de asuntos similares a los que el propio acusador comete. En el anuncio de casos de corrupción que llevan décadas siendo investigados, pero que salen a la luz pública únicamente cuando hace falta, cuando los mecanismos de pacto de no agresión ceden ante el exceso de una de las partes. Cuando la crisis económica complica que las bocas hasta ahora calladas lo continúen estando. Dos partidos que continúan ocupando la mayor parte de la escena política aunque no ofrezcan ninguna solución al problema de España, eternizando el enfrentamiento y viviendo de él. Son realmente los causantes del problema, avivándolo y viviendo a costa del apoyo logrado en base a transmitirlo a la sociedad.
Por un lado un Partido Popular cuyo núcleo es puramente dogmático, nacionalista, ultra-católico, de fe ciega en la jerarquía, sea militar o eclesiástica. Un partido en el que hay poca posibilidad para la disidencia, pero sí para la corrupción, salvo en la periferia, donde pueden existir ambas cosas. Y por el otro, de envidiosos ególatras cainitas, mentirosos y figurantes patológicos, que no dudan en darse codazos, zancadillas y puñaladas en cuanto se trata de estar al frente de un colectivo, aunque implique la práctica destrucción del mismo. Un Partido Socialista de más de un siglo de antigüedad que no es capaz de organizar un Comité Federal —su máximo órgano de gobierno interno— de forma racional y educada. Un partido que no se ha preocupado en absoluto de buscar constituirse como una alternativa sólida frente a la derecha que critican, tratando en verdad de colocarse a su lado. Hacerse un hueco en las estructuras de poder del sistema, sin aspirar a ser el necesario ejemplo de organización política de ciudadanos.
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Pero el verdadero problema es lo que ocurre al margen de estas dos organizaciones reclutadoras de enfermos, ansiosos por el protagonismo y de colocarse en un estrado para sentirse importantes. Al otro lado del televisor, la sociedad asiste a este lamentable espectáculo como si estuviera viendo la enésima edición de la tele-basura de Gran Hermano. Pensamos que no tenemos nada que ver con eso, sin darse cuenta que se trata de las dos principales organizaciones de las cuales surgen los representantes políticos que deciden todos los aspectos que acaban influyendo de forma determinante en nuestra vida cotidiana: nuestra salud, nuestros servicios públicos, la educación de nuestros hijos, nuestra cultura, nuestra convivencia, todo, depende de gente que se mueve en los mismos círculos de que protagonizan los casos de corrupción o los poco edificantes y bochornosos recientes espectáculos políticos.El 15M —en concreto, las manifestaciones multitudinarias y transversales que se dieron en varias ciudades de España, precedidas en los meses anteriores de diversas iniciativas similares aunque menos multitudinarias— fuera o no organizado por grupos de activismos de izquierdas, lo cierto es que reflejaban el malestar de la sociedad y su desacuerdo generalizado. De todo aquello se ha materializado una organización en forma de partido conocida como Podemos. En el sistema político español, la única posibilidad práctica para solucionar el problema que los dos grandes partidos no sólo no solucionan sino que la agravan, es sustituyéndolo por otro —u otros—. Y este partido, si bien comenzó con unas ideas aplicables como alternativa a la situación, en cuanto ha entrado en el congreso nos ha recordado a todos el circo que realmente ha sido durante estos más de treinta años. En su afán de conseguir votos, ha replicado las mismas y viejas tácticas políticas partidistas buscando atraer votantes del PSOE, sin darse cuenta que de esta manera se puede acabar convirtiéndose en lo mismo de lo que se pretende huir. Afortunadamente les ha salido mal, ya que atraer a un voto socialista anquilosado y sectario de décadas de fidelidad es prácticamente imposible.
Esta España del griterío, de la acusación, de la desconfianza, del enfrentamiento, del miedo, de las manifestaciones inútiles, de absurdo «meme» en la red social de turno, de los falsos debates, de la burda y sucia agitación política, cuya memoria no va más allá del último «barsa-madriz», es la que desgraciadamente vamos a dejar a nuestros descendientes. Porque de los que ahora mismo depende, no va parece que vaya a salir nada mejor.