Nunca tuve pueblo. Cuando llegaban las vacaciones, mis amigos escapaban de nuestra ciudad dormitorio como si sus pisos ardiesen. Y ardían, sí. Era un éxodo masivo. Para los que nos quedábamos, el pueblo era un lugar mítico, el escenario de aventuras fantásticas con amigos inseparables (aunque solo los vieses en verano). Ir al pueblo era reencontrarse con los abuelos, jugar con los primos y no parar de recibir regalos de tíos y tías solteros. Sí, mis amigos con pueblo eran más ricos. Quizá sus padres no tenían dinero para irse una semana de vacaciones, pero ¡tenían un pueblo!
Mis amigos poseían el pueblo que sus padres habían perdido. Cinco, diez, quince años antes habían protagonizado y, sobre todo, sufrido ‘el Gran Trauma’, la desbandada que dejó casi despoblados los pueblos de la España del interior. En menos de una década, cientos de miles de familias dejaron el campo en busca de un trabajo en Madrid, Barcelona o el extranjero. Fue así como nació la España vacía, una tierra “formada por las dos Castillas, Extremadura, Aragón y La Rioja. Un territorio enorme para los estándares europeos”, apunta en su ensayo Sergio del Molino.
Retrato de una vecina de Mogarraz (Salamanca), de Florencio Maíllo
La España vacía es un espacio real, pero “sobre todo, un mapa imaginario, un territorio literario, un estado (no siempre alterado) de la conciencia”, por el que Del Molino nos lleva en un viaje entretenido y sorprendente. Periodista, novelista… escritor, Del Molino tiene en su cabeza una batidora de cultura pop en la que mezcla erudición y humor para crear conexiones sorprendentes: la ‘requeterrítmica’ que une a Joaquín Luqui con el decimonónico Calomarde, la lisérgica que atraviesa un océano de agua y tiempo para unir a Azorín y los beatniks…
“Azorín y compañía no miraban por mirar. Querían demostrar algo. Atalayaban no sólo para descubrir colores, sino un alma eterna que creían dormida y aspiraban a despertar con adjetivos e invocaciones arcaicas. Eran hijos del siglo XIX y creían que el paisaje hacía a los hombres y no al revés (…) Se adelanta Azorín cincuenta años a los ‘beatniks’ y a los ‘hippies’ estadounidenses. El calor, la soledad y la inmensidad plana, en vez de inspirarle sufijos despectivos que en otros autores suenan a escupitajos sobre el polvo, lo llevan a un estado alterado de conciencia propio de un budista californiano que se ha pasado con el peyote”.
Viernes Santo en Bercianos de Aliste (Zamora, 1971), Rafael Sanz Lobato
Como los buenos ensayos, ‘La España vacía’ despierta el deseo de leer y ver decenas de libros y películas. Del Molino hace una relectura de los viajeros románticos que nos visitaron en el XIX, se divierte, y nos divierte, escribiendo sobre el Quijote y el humor de Cervantes, que aún desconcierta a estudiosos demasiado serios, y nos descubre cómo ‘Tierra sin pan’, el falso documental de Buñuel sobre Las Hurdes, engañó durante décadas a generaciones de perezosos. Escribe tan bien que nos conduce a donde quiere como quiere, hasta que varias páginas después descubrimos que hemos cambiado de personaje, de siglo, de tema.
Obra mestiza, inclasificable y, sobre todo, original, ‘La España vacía’ se convierte en un texto de divulgación científica cuando Del Molino, Fago mediante, escribe sobre los efectos del aislamiento en el carácter; en ensayo sobre técnicas literarias cuando aborda la verosimilitud del relato; y en narración política cuando reflexiona sobre un sistema electoral que fomenta el clientelismo político y la creación de neocaciques autonómicos. Entre viaje y viaje, el autor ‘viejoven’ recuerda su (nuestra) infancia de ‘Tulipán’. “Hay llaves imaginarias en muchos salones de España. Llaves que siguen pasándose de generación en generación, como la conciencia de una fuga (…) Distorsionamos los recuerdos para mantenerlos vivos y legarlos a nuestros hijos”. Del Molino nos invita a recuperar esa memoria perdida y olvidada, compartida incluso por los que tuvimos una infancia sin pueblo.
‘La España vacía. Viaje por un país que nunca fue’. Sergio del Molino. Turner, 2016. 296 páginas, 23 euros.
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