Si fuera un buen estafador me aprovecharía siempre de las posibilidades que la situación de los mercados pone ante mí. Me vale con leer cualquier periódico para descubrir que la venta de pisos está por los suelos y que las inmobiliarias están deseando vender como sea y a quien sea con tal que tenga dinero para comprar un piso. Los estafadores medianamente avispados, y créanme que lo son y mucho, conocen la estafa del contrato de arras.
Para aquellos que desconocen lo que es un contrato de arras, diré que es un tipo de contrato privado, por el que el comprador de un piso entrega una señal a cuenta antes de formalizar la escritura, pero obliga a su vez al constructor a devolver el doble de la cantidad recibida si, por cualquier razón, acaba echándose para atrás y se niega finalmente a venderle el piso a ese cliente.
Lógicamente, en los tiempos que corren, con cientos de promotores que llevan meses sin ver aparecer por sus oficinas algo que se parezca a un potencial comprador, ningún empresario medianamente desesperado pondrá objeción alguna a la idea de firmar un contrato de arras. ¿Cómo voy yo a renunciar a vender un piso, con lo tremendamente jodidas que están las cosas?, se dicen a sí mismos en aquellas ocasiones en las que un cliente les insta a suscribir uno de esos contratos de arras.
Lo único que tenemos que conseguir es que todo pinte de maravilla para el constructor, diciéndole que le daremos un adelanto del 25 o 50% del valor del piso, haciéndole creer que necesitaremos el piso muy pronto en cuanto nuestra hija se case y por otro lado le diremos que lo vamos a ir amueblando para que todo esté listo y que los recién casados puedan empezar a vivir en él, con lo que será difícil que nos echemos atrás en la compra del piso.
Lo que el constructor no contempla es que siempre puede surgir una circunstancia imprevista, o quizás demasiado bien prevista por parte de otras personas, que puede llevarle a cambiar drásticamente de opinión. Llega entonces el momento en que se quedan sin vender la casa, y teniendo que perder además una buena cantidad de dinero. Y, encima, dando gracias de que el asunto no se haya puesto aún más embarrado de lo que ya estaba.
El núcleo central de esta original y dolorosa estafa se basa precisamente en la firma del contrato de arras y, en cuanto es firmado, el constructor ha firmado su propia sentencia.
El modus operandi es muy similar en todas las ocasiones. Una persona, casi siempre una mujer de cuidada apariencia y buenos modales y con generosos escotes para distraer la atención del constructor y hacerle bajar la guardia, se apea de un buen coche (el constructor no sabe que es un Mercedes o un Porsche alquilado y presupone que es una mujer adinerada). La mujer hace varias visitas, primero sola tanteado el mercado y en otras ocasiones acompañada de su esposo y en otros de una hija que se va a casar. Por fin contactan directamente con el promotor y le hacen saber de su interés por adquirir una vivienda. Desean hacerlo en un bloque o en un complejo ya parcialmente habitado por otras familias. Explica que tiene dinero suficiente como para pagar en mano la casa, pero que no puede escriturarla hasta cuatro o cinco semanas más tarde, y propone firmar mientras tanto un contrato de arras: ella entrega un 25 o 50% del valor del piso, que perdería íntegramente si finalmente no escritura la casa, y el constructor se compromete a devolverle esa cantidad, y otro tanto, si es él quien renuncia a la operación, cualquiera que sea la razón que pueda esgrimir.
Una vez suscrito el contrato privado, el matrimonio pide las llaves de la vivienda utilizando para ello cualquier excusa. Por ejemplo, que la casa es un regalo que le quieren hacer a su hija, que está a punto de casarse, y que pretenden irla amueblando para que la sorpresa sea completa el día de la boda.
El empresario, ignorante de lo que se lleva entre manos la aparentemente opulenta e intachable familia, no suele poner objeción alguna y les permite el acceso al piso pese a no haberse formalizado todavía la escritura.
La monumental y terrorífica sorpresa llega casi inmediatamente, cuando se entera de que el piso ha pasado a ser ocupado, de un día para otro, por una tribu de personas de apariencia lamentable y comportamiento vandálico que destrozan las puertas del ascensor, orinan en los rellanos, llenan las zonas comunes de basura, vociferan como hinchas en el estadio de futbol, insultan o amenazan a los vecinos, llenan las paredes de la escalera de graffitis obscenos u organizan fiestas multitudinarias con la música a todo volumen de forma que los vecinos se ven obligados a llamar a la policía un día sí y otro también.
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El temor que atenazará en ese momento al promotor de las viviendas es más que comprensible. Los constructores afectados por esa estafa son conscientes en ese momento de que si esas personas siguen en el edificio, el resto de las viviendas jamás serán vendidas ni se les podrá dar salida nunca.
En tales circunstancias, lo único que le importa ya al empresario es sacarse de encima a esos maleantes, aunque sea a costa de perder dinero. Así, suelen renunciar a firmar la escritura y reintegran la cantidad entregada a cuenta, más otra parte idéntica, que es la que los estafadores se llevan como ganancia.
Los afectados quizá cuenten lo que les ha ocurrido a la policía, pero es muy difícil que lleguen a presentar una denuncia formal por ser una estafa difícil de demostrar y por temor a sufrir represalias por parte de dichos delincuentes.