(A Mapila)
Fernando Savater ha escrito ayer un artículo en EL PAÍS que me ha dejado con la sensación déjà vue, déjà connue de que los arquitectos contemporáneos son la plaga y de que la arquitectura actual es la perversidad misma.
Vale. Ya aburre. Ya lo sabemos. Pero es que esta vez me ha llamado la atención más que otras veces porque se supone que Savater es un pensador. Y porque se supone que un pensador piensa.
En su día no me leí su en muchos colegios obligatoria Ética para Amador (a mí me pilló ya muy mayor para ello), y a partir de ahí ya todo me vino torcido con él.
Sé que de vez en cuando escribe un libro, pero hasta ahora los he ido evitando concienzudamente, y ya a estas alturas espero salir de este circo con mi virginidad savateriana intacta.
Me cae bien porque es, como yo, un apasionado de La isla del tesoro, y sé con absoluta seguridad que si eres stevensoniano no puedes ser mala gente. Es imposible.
Hace tiempo escribió un libro sobre caballos, y entonces me enteré de su pasión por la hípica.
Y en el artículo de ayer vuelve a hablar de esa pasión. Mejor dicho: De lo que habla es de que por culpa de esa pasión ha tenido que sufrir la inmersión en una obra de arquitectura contemporánea, y es que su amado hipódromo de Longchamp ha padecido una reforma perpetrada por el arquitecto francés Dominique Perrault.
No conozco bien el proyecto, pero me parece una pieza muy limpia y elegante, con esa limpieza y esa elegancia a la que Perrault nos tiene acostumbrados. Precisamente lo que a primera vista me parece peor es su proximidad con las tribunas antiguas. Tal vez se podría haber construido un poco más separado de ellas.
No sé. No me atrevo a juzgarlo por una primera impresión. No conozco cómo era antes y cómo lo ha afectado (y en su caso estropeado) esta ampliación y reforma.
A Fernando Savater le ocurre lo contrario: Él sí conocía (y amaba) el antiguo Longchamp y la ampliación le ha pisoteado un montón de buenos recuerdos.
Sin embargo no titula su artículo "Nostalgia" ni nada parecido, sino "Estética". Ah, la estética, la puñetera estética.
Puestas así las cosas, estéticamente puestas, me descargo de la prevención de opinar por no saber cómo funciona un hipódromo y qué necesidades tenía este y me lanzo yo también a escribir. Al fin y al cabo se trata solo de una crítica a la estética, y de estética entendemos todos.
Pues no: Si no sé qué necesidades tenía el hipódromo y cómo las resuelve (o no) el proyecto de Perrault, y cómo ha respondido (o no) al presupuesto disponible y a otras condiciones no me veo con fuerzas para hablar de estética, porque estética es también todo eso.
Pero es que yo no soy un pensador y Savater sí.
Savater dice que no le gusta y hace suyas las palabras de un amigo suyo también hípico y a quien tampoco le gusta: "Un atropello estético, a medio camino entre Ikea y el chino". Empezamos bien. Si vale mi opinión, por mí Ikea bien, y chino... la verdad es que de chino no le veo nada.
Pero yo no soy un pensador.
Ah, que ahora viene lo bueno: "Adiós a lo distinguido y un punto romántico de su forma clásica". Ah, ya. Acabáramos. La arquitectura burguesa del diecinueve es clásica y romántica (dos conceptos antagónicos como todo filósofo sabe; bueno, y todo estudiante de secundaria también). Lo de siempre: Antes de este sindiós del arte contemporáneo la arquitectura era agradable. Desde las puñeteras vanguardias del siglo XX todo se ha ido a la mierda. ¡Arte degenerado! ¡Qué horror!
Por favor, Don Fernando, que en lo que usted dice se huele el viejo tufillo de "hay un arte que no y un arte que sí. Hay un arte contemporáneo degenerado que no debemos consentir. Hay que volver a lo romántico-clásico, signifique eso lo que signifique".
Toda obra de arquitectura (y de lo que sea) es criticable y a lo mejor el proyecto de Perrault no es muy bueno. (Ya digo que a mí me parece muy limpio y bastante elegante). A lo mejor Savater tiene razón en denostarlo, pero no por los motivos que dice:
1.- A él no le gusta, y a su amigo tampoco.
2.- No conoce a nadie a quien le guste. (La teoría del consenso. También le digo que pregunte a más gente).
3.- Rompe una tradición romántica-clásica (¿?).
4.- Es de color caca.
Color caca. Bueno, yo ya.
No sé qué más añadir. Color caca.
Ah bueno, sí, por añadir que no quede:
5.- El apellido del arquitecto es el mismo que el de un antiguo cuentista.
Ya que quien tales cosas garrapatea es filósofo (o se lo hace llamar) hagamos una analogía filosófica: Aristóteles es lo más de lo más. Para mí es EL FILÓSOFO. Lo dijo todo, lo estableció todo. En su órganon dejó marcadas para siempre las formas del conocimiento y del pensamiento. ¿Entonces para qué tuvo que venir el plasta de Kant -muy listo, sí, pero muy muermo también- a establecer sus categorías y sus clasificaciones? Es que son ganas de molestar. Pero vale, bueno, una complicación aceptable sobre la base aristotélica. ¿Y Wittgenstein? Eso ya sí que es mala leche. Wittgenstein está ya entre Ikea y los chinos. Wittgenstein se carga ese buen gusto romántico-clásico. Wittegenstein es ya color caca. Es caca.
Supongo que en filosofía este párrafo anterior que acabo de escribir es idiota, inculto, impresentable, deleznable, zafio, patoso, grosero, estúpido... Pero en estética parece que una cosa de ese calibre sí vale. Al parecer el pensamiento se suspende en cuestiones de estética. Al parecer la estética no es una rama de la filosofía, sino que, por el contrario, es una excepción al pensamiento. Cuando hasta los pensadores hablan así sobre la arquitectura y la critican de esa forma tan desaforada sabemos ya con toda certeza que estamos perdidos.