Queridos amigos, cometí un pecado hace un tiempo y ésta que vais a leer, es mi confesión. El motivo fue puramente estético pero no por ello, menos importante.
Y ahora pensaréis, "Ya. Nos dirá que combinó mal unos zapatos con una falda, o que los guantes no iban bien con el paraguas..." No, queridos míos, la cosa fue más grave y aquí y ahora os la relato.
Un buen día entré en mi comunidad después de hacer las compras y recados varios de la semana, canturreando alguna cancioncilla y en ese estado de bienestar que te da saber que regresas al hogar para no salir de él hasta el día siguiente.
No vivo en un sitio especial. Un conjunto de edificios con la típica zona ajardinada y piscina, arbolitos por aquí, macizos de flores por allá, unos columpios y poco más. El caso es que entré, como os cuento, y algo, repentinamente, llamó mi atención. Tres intrusas. Tres plantas, con macetas, cada una de su padre y de su madre, que orondas, estaban haciendo la fotosíntesis en un lugar que no les correspondía. Unas margaritas, un geranio y un aloe vera. No estaban integradas en el conjunto. No estaban plantadas en el jardín. Yacían al sol, en sus tres horrorosos cubículos de plástico negro, blanco y algo que intentaba, sin éxito, asemejarse a la madera. Al principio pensé que algún vecino las habría sacado fuera para que recibieran aire puro, agua de lluvia... No sé, algún motivo carente de permanencia en el tiempo. Pero pasaron los días y allí seguían las tres. Creciendo y echando flor la que podía.
La visión "chabolística" empezó a enervarme un poco. ¿Pero quien ha podido colocar esto aquí? Seguramente algún vecino que medró, y se fue a vivir a otro lugar, se las dejó al conserje. Así que empecé a valorar soluciones para suprimir este esperpento estético.
1. Quejarme en la próxima junta vecinal y sugerir que se plantaran en cualquier esquina. Problema. Faltaban meses y meses para que se celebrara y dudo que nadie me fuera a comprender. Valoré la posibilidad de que por quejarme de estas cosas, me rayaran el coche. Opción denegada.
2. Robarlas. Meterlas en casa un día y luego transportarlas, lejos a algún lugar. Pero, situadas en una parte visible desde gran número de viviendas, correría el riesgo de que, entre que iba a dejar a una y a buscar otra, me encontrara con algún vecino mirón, o lo que es peor, en el ascensor y con las manos en la masa. Opción denegada.
3. Decirle a un amigo que viniera por la noche con su coche y se las llevara. Que luego las abandonara en un portal para que alguien, con más corazón que yo, las pudiera acoger. ¿Pero a quien se lo digo? No tengo amigos que estén por la labor de colaborar en estas cosas. Además pensarían que estoy loca. Opción denegada.
4. Tirarlas, como quien no quiere la cosa. Pero claro, desparramar la tierra para que luego el pobre conserje o la pobre señora de la limpieza tuvieran que estar recogiéndola... me daba cargo de conciencia. No se lo merecían. Además el plástico no se rompe. Opción denegada.
5. Asesinarlas, o sea, eliminarlas. No tenía otra opción. Ahora comprendo a los psicópatas. Elegí un método lento pero limpio y seguro: Veneno. Método femenino por excelencia en este tipo de desagradables tesituras. Esperé a que cayera la noche, me vestí de negro y recogí mi melena para que nadie me reconociera. Emplearía fertilizante para orquídeas, de esos que tienes que diluir dos gotas en un litro de agua y que como eches tres, la orquídea pasa a mejor vida. A mis víctimas les eché una jarra bien llena a cada una. El aloe vera se llevó la peor parte por una cuestión de tamaño. Ya sólo tenía que esperar. Me quedé con el bote vacío y fuí a comprar una botella de lejía para darles otra toma si resistían al fertilizante.
Pasaron los días. El geranio empezó a amarillear, el aloe y las margaritas estaban magníficas. Algo había fallado en mis cálculos. Pero la inminente decrepitud del geranio satisfizo mis ínfulas sanguinarias y me centré en verle morir a él primero. Luego ya me ocuparía de los otros con la lejía, si era el caso.
Al cabo de una semana, me levanté, me asomé a la ventana y vi que el geranio ya no estaba. Había triunfado. De nuevo, pasaron unos días. Y una tarde, al salir de casa, se me cayó otra vez el mundo encima. Sorpresa. El geranio intentaba recuperarse, moribundo, en la garita del conserje. Me entraron sudores fríos y temblores. Pensé que quizás habría recogido al pobre vegetal intuyendo erróneamente que las heladas matinales lo estaban dejando seco. Este hombre me íba a destrozar todo el organigrama. Al cabo de otros cuantos días, volvió el geranio a su sitio, más o menos recuperado del intento de asesinato. Y empezaron a salirle brotes verdes. El puñetero fertilizante no había funcionado, o mejor dicho, estaba funcionado justo como tenía que hacerlo. Ahora tendría que volver a empezar y darle a cada una lo suyo.
El caso es que al fracasar en el primer intento, perdí mi autoestima como asesina de plantas y fui olvidándome del tema. Estaba claro, no servía para estas cosas. Me faltaba entrenamiento.
A día de hoy, el estado del geranio es terminal, no logró superar el primer envite y aquellos brotes verdes fueron lo que se llama el canto del cisne, un último intento de recuperar la vida que se le escapaba.
Las margaritas ya no tienen flor y han empezado a amarillear hace unas semanas.
El aloe vera ha resistido, pero tiene traumas importantes al ver a sus colegas en ese estado de deterioro. Espera que su final sea similar.
Pero ahí siguen las tres, recordándome día tras día, que antaño fui una asesina cruel. Yo, que soy incapaz de matar a una mosca. La vecina más encantadora del lugar. No os fiéis de nadie, queridos lectores. Y no dejéis de darme los buenos días si os cruzáis conmigo. Puede ser que me enfade...
Sylvie Tartán.