No sé si habrá habido alguna vez alguien más torpe que yo en los deportes. Seguro que sí, porque somos muchos en este mundo y tiene que haber de todo; pero habría que buscar con muchísimo cuidado y muchísima paciencia para encontrar a una persona que me superara en patosidad y en descoordinación motriz.
Mi drama fue que, en vez de odiar y despreciar el deporte como hacen por legítima defensa todos los negados para él, a mí me apasionaba. Yo habría dado... no sé ni qué habría dado por jugar bien, por ser competente, por que al echar a pies me pidieran de los primeros.
-A Igual.
-A Hortigüela.
-¡A mí, a mí! -gritaba yo.
-A Petite -seguía imperturbable uno de los capitanes.
-A Sobrino -decía el otro.
-¡A mí, a mí! -insistía yo.
Pero nada. No me elegía ninguno.
Al final yo era el único que quedaba, y el capitán que tenía ese último turno decía con tono de asco y resignación:
-A Correa.
Y yo era feliz, porque por fin me habían alineado; y me entregaba al partido. Las fallaba casi todas. Subía y bajaba corriendo sin eficacia alguna. Sudaba y acababa con la cara retinta, jadeante, sin haber hecho otra cosa que estorbar a los míos y no molestar en nada a los contrarios. Un desastre. Una rémora.
Era tan inútil y me perdía tantos partidos y tantas oportunidades (a menudo los capitanes consideraban que el cupo estaba cubierto y los más torpes nos quedábamos sin jugar) que tomé la heroica decisión de ser portero. Tampoco es que fuera bueno en eso, ni mucho menos, pero como nadie quería serlo y yo me ofrecía empezaron a contar conmigo más asiduamente. Y yo tan contento.
Lo de ser portero era tremendo: Te pasabas minutos y minutos sin hacer nada, aburriéndote tú solo, sin participar en el juego ni en las tensiones de tus compañeros (el portero de fútbol ha sido siempre un personaje extraño), y de pronto se acercaba un adversario, te tiraba un chupinazo que ni veías venir y gol.
Contado así no parece apasionante, pero para mí lo era por el mero hecho de estar ahí, de formar parte del equipo y de su épica. En cuanto a los demás, como la otra alternativa era poner en la portería a alguien que iba a estar a disgusto y que era mucho más útil en cualquier otra posición, aceptaban que estuviera yo, que me lo tomaba con entusiasmo y me tiraba planchazos al suelo y todo, y, aunque casi todas entraban, alguna llegaba a parar.
Con el tiempo y mi gran voluntad y entrega llegué a ser, si no bueno, al menos pasable. Y ocupé ese puesto de portero casi con dignidad.
Foto sin acreditar, obtenida en
http://www.finzionimagazine.it/extra/smarcamenti/il-cielo-e-un-campo-da-calcio/
Jugábamos en la vaguada del arroyo Abroñigal, debajo de un puente, años antes de que hicieran la M-30. Competíamos espontáneamente entre nosotros o contra cualquier pandilla que se prestase a dar unas patadas al balón.
Pero un día llegó mi oportunidad de brillar. Le jour de glorie est arrivé. Jugamos un partido de verdad en un campo de fútbol de verdad contra un colegio de campanillas. Yo me sentía como El Gato de Odessa. ¡Qué emoción!
El otro equipo era mejor que nosotros, pero nos defendíamos con dignidad. Hice alguna parada fácil y mantenía impenetrada mi portería. Pero la presión de ellos era alta y, en un ataque suyo, uno de mis compañeros no fue capaz de sujetar a quien llevaba el balón y le arreó una buena patada. Penalti.
A mí, lo confieso, ese castigo me emocionó: Era la oportunidad de lucirme. Los héroes épicos surgen en momentos como ese. ¿Y si lo paraba? Sería el héroe de mi equipo; sería finalmente un buen futbolista; me ganaría el respeto y el prestigio de una vez.
Sí: Estaba dispuesto a volar, a lanzarme sin miedo, a estrellarme contra el suelo con el balón atrapado en mis manos, aunque me pegara un buen golpe, aunque me doliera mucho. Lo iba a lograr. Iba a ser el momento más importante de mi vida. (Al menos de mi vida deportiva, que hasta ese momento, como digo, había sido nula).
Barrena, el capitán y líder de mi equipo, se acercó a mí. Sí, claro, vendría a infundirme ánimos, a decirme algunas palabras de confianza y de amistad, de camaradería. Le puse cara de complicidad y de estar a la altura de las circunstancias. Me preparé a contestarle con alguna frase histórica.
-Correa, quita, que me pongo yo.
-¿Eh? Pero... ¡Pero si yo soy el portero!
-Esto es importante. Es un penalti. Y tú no sabes. Me pongo yo(1).
Han pasado cuarenta y cinco años y todavía tengo que hacer una pausa al escribir esto. Me tiemblan la garganta y las manos.
Maldito seas, Barrena. Maldito seas mil veces. Maldito seas estés donde estés, cuarenta y cinco años después, hijo de diecisiete comadrejas.
Le metieron el gol. ¿Me lo habrían metido a mí también? Seguramente, pero nunca lo podré saber(2).
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(Todo esto iba a ser una introducción de diez líneas a lo sumo para entrar en materia. Se me ha vuelto a ir de las manos, y ahora voy a tener que abreviar lo que debería haber sido el cuerpo de esta entrada).
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En el año 1964 los arquitectos Antonio Perpiñá y Luis Iglesias hicieron en la plaza de Colón de Madrid un proyecto para el Banco Español de Crédito que se terminó de construir en 1969 y que años después pasó a ser del Barclays Bank.
Un buen edificio, con una limpia organización espacial y funcional y una imagen interesante. En la esquina de la calle Génova con la plaza tenía un cuerpo pequeño, bajo, que presentaba un volumen independiente del resto y cuya fachada estaba recubierta por unas curiosas piezas de aluminio.
Fachada del edificio Barclays en la Plaza de Colón de Madrid.
Arquitectos: Antonio Perpiñá y Luis Iglesias.
Fotografía de Carlos Traspaderne, de la serie: "Adriana en sitios".
Pantallazo del Google Street View
No pretendo decir que Perpiñá e Iglesias fueran a la arquitectura lo que yo al fútbol. En absoluto. Ellos fueron arquitectos muy notables y yo fui un futbolista inexistente. No. Nada de eso. No quisiera insultarlos con la comparación. Tan solo quería decir que ellos han tenido también su Barrena.
Por estas cosas de la vida, Barclays se va y el edificio cae en manos de una nueva propiedad que, aprovechando el óptimo emplazamiento, decide desechar esas piezas de aluminio, tal vez dignas pero nada glamurosas, y llamar a Don Norman Foster para que les haga algo verdaderamente sublime. El arquitecto británico propone una "remodelación" que en realidad es una cosa nueva y que ahora se llama Axis, que a mí me suena como entre "eje" y marca de desodorante.
El genio suelta esta infografía con los tonos lánguidos a los que ya nos tiene acostumbrados:
y una frasecica de arquitecto estrella:
El clima de Madrid es asombroso y dejaremos que penetre en el edificio a través de un atrio de tres alturas.
Pero vamos a ver, Lord Foster: ¿Usted conoce el clima de Madrid? Le digo yo que estuve a punto de caerme desmayado justo allí mismo una tarde de julio de hace muchos años(3).
Qué más da todo. Qué más da que presente esa caja de vidrio al salvaje verano madrileño. Le pone una cosita verde encima y ya está. Y si gasta más aire acondicionado que la suma de todos los corteingleses de España da lo mismo: Decimos cien veces las palabras "sostenible" y "eficiente" y ya está. Es todo tan pijo...
La supuesta remodelación ha consistido en dejar los forjados mondos y lirondos y hacer otra cosa totalmente diferente y nueva.
Pantallazos de Google Street View
Eso no es una remodelación. Eso no es una rehabilitación. Eso no es una ampliación. Eso es un "quítate, que no sabes". Eso es un Barrena en toda regla. Eso es que el estrella, el líder, el figura se saca la chorra (perdón por el término técnico) y se mea en todo lo que allí había (perdón de nuevo).
Ya en el Bellas Artes de Bilbao desprecia olímpicamente el limpio edificio inicial y sus sensatas ampliaciones, pero es que aquí directamente lo lamina, lo destruye.
Y esa chulería, esa suficiencia y esa prepotencia ya son discutibles incluso si se exhiben para hacer una obra mejor que la existente, pero son intolerables si el resultado final es francamente pobre.
Ya la infografía era anodina y tonta, pero es que el aspecto final construido es bastante impresentable:
Lo de Foster. Foto de Alberto Ruiz
Foster es uno de los mejores arquitectos vivos. Tiene un montón de obras fantásticas y no es necesario que me extienda aquí a hablar de sus méritos, no solo profesionales sino personales. Es un grandísimo arquitecto y un hombre digno de elogio y a quien tiene que ser apasionante conocer y tratar.
Pero tiene ya ochenta y cuatro años y un estudio inmenso con cientos de arquitectos cuya producción simultánea en todos los continentes no puede controlar. ¿Cuánta atención le presta a cada proyecto? ¿Cuántas funciones delega? (Esto es común a todos los arquitectos estrella).
Todo ello hace que, en definitiva, Norman Foster sea una marca, una etiqueta y, cada vez más a menudo, una caricatura.
La imagen high tech marca de la casa, la limpieza en la ejecución, la geometría de las pieles y de las capas... Todo está ahí, pero flojo, incluso aburrido. Es algo devaluado y trivializado. Es una gaseosa destapada y que ha perdido la fuerza. Y es bastante peor que lo que había antes.
Norman Foster, como Barrena, se ha puesto en la portería de una manera petulante, utilizando su prestigio y echando a quien la estaba ocupando legítimamente. Pero es que además esa intromisión no ha servido para resolver brillantemente el lance, sino para que en definitiva le hayan metido el gol. Para ese viaje no nos hacían falta alforjas.
Mientras tanto, los restos del edificio de Perpiñá e Iglesias fueron desechados. Seis de las piezas de aluminio han acabado en la escuela de arquitectura de Toledo, donde pueden verse.
Piezas de fachada del edificio de Perpiñá e Iglesias ya
desmontadas y llevadas a la escuela de arquitectura de Toledo.
Fotografía de J. Bl. Paz.
Allí están sus cadáveres, dignos pero ya inútiles, asesinados en su aún plena vitalidad, yertos, olvidados. Quienes vieron pasar durante tantos años tantos coches y tanta gente, quienes estuvieron en el ojo del huracán de la capital del imperio(4), ahora reposan en un lugar recóndito, vistos con respeto por los pocos que los saben apreciar, que pasan ante ellos como se pasa por delante de un monumento funerario levantado a un remoto héroe mínimo que un día, hace y hará cada vez más tiempo, ni siquiera tuvo la oportunidad de que le dejaran intentar parar un penalti.
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(1).- No sé si lo estáis pensando, pero ya os lo aclaro yo: En cualquier momento cualquier jugador de campo se puede cambiar por el portero, y tantas veces como quiera.
Os cito el reglamento: "En cualquier momento del partido, incluso durante un tiro desde el punto de penalti, un jugador de campo podrá cambiar de posición con el portero, siempre y cuando el árbitro haya sido informado sobre esta acción, y la misma se realice durante una interrupción. Si alguna de estas dos condiciones no se cumplen, ambos jugadores serán amonestados".
En este caso ni siquiera llegué a jugar un segundo como "jugador de campo". Barrena se cambió por mí ante la ejecución del penalty y acto seguido se volvió a cambiar para dejarme el resto del partido humillado bajo los palos.
(2).- Pero ahora que me he secado las lágrimas y lo he pensado detenidamente, es posible que Barrena hiciera algo bueno al dejarme todos estos años con esa ensoñación abierta a lo que pudo haber sido y con la consiguiente indignación por no haberlo vivido. Si me hubiera quedado bajo los palos, el energúmeno del contrario me habría lanzado un pepinazo que ni habría olido, y mis ansias de lanzarme a la escuadra, de volar y de estamparme finalmente en el suelo con el balón atrapado se habrían quedado en nada y yo habría hecho el Tancredo, de pie, pánfilo, sin mover un músculo y sin enterarme de nada. Así que Barrena, en definitiva, transformó mi seguro ridículo en indignación, que es un sentimiento mucho más digno. Llevo cuarenta y cinco años diciéndome. "yo lo habría parado", en vez de recordándome: "ay, cómo la cagué". Tal vez el chulo de Barrena no sea acreedor a mis maldiciones. No lo sé. Tal vez necesite otros cuarenta y cinco años para reconsiderar todo esto.
(3).- Es una casualidad, pero fue allí mismo. Bajaba la calle Génova muerto de calor y al llegar a la plaza de Colón pensé que no podría más y sentí que me mareaba, pero seguí mi camino. Y, qué casualidad -los dioses existen-, justo al empezar el paseo de Recoletos había una chica ofreciendo muestras gratis -y frías- de una conocida marca de gazpacho que me salvó y a la que le estaré eternamente agradecido.
(4).- Bueno, alguna vez lo fue.