La eterna discusión
- Te lo dije.
- Ya está con su frasecita de siempre…
- Porque siempre actúas sin sentido.
- ¿Sin sentido? Lo que pasa es que tengo razones que tú desconoces.
- “Razones”… Llámalo mejor impulsos, caprichos, estupideces… Nunca aprendes.
- Qué listo es… Se cree que todo lo sabe. Pues basándote en tu maravillosa lógica y tus fundamentadas predicciones, te equivocas tanto o más que yo. ¿O no?
- Bueno, no soy infalible. Y la vida es compleja. Pero, ¿qué propones?, ¿que me deje llevar por tus locuras?
- Al menos que me escuches. Que tomes en consideración mi opinión. Lo entiendas o no, muchas veces sé mejor que tú lo que conviene.
- Esto sí que es gracioso: tratar de persuadirme a mí con ese argumento tan científico y racional… Que haga un acto de fe, vaya.
- ¡Ains! Cuánta frustración siento cuando hablo contigo… es como discutir con una pared. Está claro que somos muy diferentes.
- En eso último estamos de acuerdo.
- Muy bien, trataré de convencerte. Piensa por un instante en los momentos más importantes que recuerdes, en los que aportaron más valor o provocaron un cambio. ¿No jugaron en todos ellos un papel protagonista las emociones?
- Tal vez, no sabría decirte.
- ¿O por qué cuando tomas una decisión en contra de mi consejo otros órganos del cuerpo se resienten? ¿No te parece un indicio claro?
- Con eso me das que pensar…
- Piénsalo, sí. A estas alturas deberías haber acumulado suficientes evidencias que te llevaran a tener mi criterio mucho más en cuenta.
- Puede ser que a mí también me cueste aprender…