Revista Filosofía

La evaluación perversa

Por David Porcel
Sócrates no cobraba sus enseñanzas, porque tampoco pretendía evaluar el aprendizaje de sus alumnos. Allí donde acudía convertía a la multitud en auditorio, pero sin pretender cerciorarse de que éste verdaderamente había comprendido lo que él transmitía. No había motivo para hacerlo. La evaluación nace en el momento en que la enseñanza se profesionaliza, en el momento en que hay que justificar la existencia de instituciones, métodos, teorías, creencias, con las que se pretende encauzar y dirigir la educación. La evaluación se aplica sobre todo, no hay nada que se salve de ser evaluado: se evalúa a alumnos, profesores, métodos, programas, cuerpos, instituciones, sistemas, los propios métodos evaluadores... Pero siempre en aras de un mismo propósito: el de justificar el sentido y la operatividad de todo cuanto forma parte del sistema educativo, incluido el propio sistema. Por ello, un profesor vocacional, de los que enseñan sin esperar nada a cambio, movido por la sola necesidad de enseñar, ve la evaluación como una sobrecarga innecesaria. Interiormente se pregunta: ¿por qué tengo que evaluar al alumno si ya le he transmitido todo lo que sé? Asimismo, hay todavía alumnos que se resisten a ser evaluados, que suspenden no por falta de conocimientos, sino porque se niegan a aceptar las reglas del juego.
La perversión no sólo está en el imperativo a evaluar, sino en el criterio que se ha elegido para obedecerlo. Los números, que tanto servicio han hecho a la ciencia, las artes y la historia, se han convertido en el instrumento con el que sistema cuenta para evaluar y justificar la toma de decisiones. La perversión de pretender cuantificar el aprendizaje radica en considerar que el conocimiento es una realidad numerable. Son numerables las cosas, las velocidades, las distancias, la profundidad, la altura, la anchura, ¿pero lo es el conocimiento? No entiendo cómo, siguiendo el mismo principio que se aplica a la evaluación en los sistemas educativos, no hay quien no ha inventado una técnica para medir el amor, la amistad, el odio o la envidia. ¿O ya se ha inventado? Sin duda, uno de los signos inequívocos de los sistemas totalitarios consiste en el diseño y aplicación de métodos para evaluar el grado de imbecilidad y docilidad de los individuos a los que se pretende someter.
Afortunadamente, todavía hay profesores a los que les incomoda la tarea de evaluar y alumnos que se resisten a ser evaluados.

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