Revista Filosofía

La evolución hacia el animal político

Por Javier Martínez Gracia @JaviMgracia
(Publicado en El Correo de Burgos el 1-XII-2009)
Alguien preguntó a la señora Gradgrind, un personaje de una novela de Dickens, si sentía dolor, y ella respondió: “Hay un dolor en alguna parte de la habitación, pero no estoy segura si lo tengo yo”. Es ésta de la señora Gradgrind una clase de duda que remite a una personalidad morbosamente infantil, aquélla que Sigmund Freud denominaba “narcisista”, y que era previa a la conformación del yo como algo diferenciado del entorno. Para entender ese mismo tipo de personalidad, Carl Gustav Jung, el más brillante y heterodoxo discípulo de Freud, tenía previsto el concepto de “unión simbiótica”, que aludía en origen a la fusión psíquica que el niño siente entre sí mismo y su madre, antes incluso de que aparezca la palabra “yo” en el vocabulario de ese niño, que mientras tanto habla de sí utilizando la tercera persona. El momento en que tal palabra aparece es uno de los más críticos en la vida del hombre, pues viene a significar que aquella unidad primordial se ha roto: la madre, y el entorno en general, podrán desde entonces ser vividos como algo diferenciado de ese yo emergente. Quienes, como la señora Gradgrind, sigan sin tener clara esa distinción, saldrán de la consulta del psiquiatra con el diagnóstico de esquizofrenia o de psicosis paranoide bajo el brazo, las más graves de las enfermedades mentales.
Es éste que estamos describiendo, asimismo, el pensamiento propio de mentalidades mágicas o animistas, frente a las cuales aparece un entorno poblado de fuerzas personificadas que, como ocurre en los sueños, están encargadas de traducir a lenguaje dramático el conjunto de las energías psíquicas concentradas alrededor de lo que Jung llamaba complejos o arquetipos. Aquellos personajes tan significativos del mundo medieval, las hadas, los duendes, los dioses, los diablos… no serían, pues, sino proyecciones hacia el exterior de acúmulos de energía psíquica, maneras de dar apariencia personal (independiente de uno mismo), por ejemplo, a esa entidad dolorosa que la señora Gradgrind sentía rondar por la habitación.
El romanticismo elevó a categoría vital aquella añoranza de la unión simbiótica con el entorno. Preludiando su caída fatal en la locura, que siempre le había rondado, Hölderlin, el máximo representante del romanticismo alemán, en su obra “Hiperión”, se dirigía así a Belarmino, su alter ego: “Ser uno con todo, ésa es la vía de la divinidad, ése es el cielo del hombre. Ser uno con todo lo viviente, volver, en un feliz olvido de sí mismo, al todo de la naturaleza, ésta es la cima de los pensamientos y alegrías, ésta es la sagrada cumbre de la montaña, el lugar del reposo eterno (…) A menudo alcanzo esa cumbre, Belarmino. Pero un momento de reflexión basta para despeñarme de ella (…) el mundo eternamente uno desaparece; la naturaleza se cruza de brazos, y yo me encuentro ante ella como un extraño, y no la comprendo (…) En vuestras escuelas es donde me volví tan razonable, donde aprendí a diferenciarme de manera fundamental de lo que me rodea (…) He sido así expulsado del jardín de la naturaleza (…) ¡Oh, sí! El hombre es un dios cuando sueña y un mendigo cuando reflexiona”.
Pero es la evolución psíquica la que conduce, como decíamos, hacia la escisión o diferenciación entre las cosas que pertenecen al yo y las que hay que referir al entorno. Además del yo, va apareciendo la voluntad, alrededor de la cual van reuniéndose todos aquellos complejos de energía psíquica que antes vagaban por el magma indiferenciado que forma la unión simbiótica entre el yo y el entorno. Al aparecer la voluntad, se va situando en uno mismo el origen de todo eso que antes sentíamos como dependiente de alguna instancia exterior; o mejor dicho, de alguna instancia procedente de ese complejo simbiótico que forman uno mismo y el todo. Sin embargo, mientras se recorre ese largo camino hacia el yo diferenciado y responsable de sí mismo, es posible que esa voluntad que va emergiendo sea aún percibida de una manera semejante a como lo hacía la señora Gradgrind con su dolor: “hay una voluntad –se vendría a decir– en alguna parte de la habitación pero no estoy seguro de tenerla yo”, de forma que se siente tal voluntad como una fuerza que se impone, e incluso que puede arrollar al yo. Schopenhauer (1788-1860) dio virtualidad filosófica a esta fuerza que surge de lo interior cuando habló de la voluntad de la naturaleza, a la que atribuía un poder superior sobre el que no cabe el control suficiente de la conciencia, del yo. Freud (1856-1939) denominó “inconsciente” a esa fuerza incontrolable y, en una segunda formulación de sus conceptos, lo llamó “ello”. Asimismo, fueron los románticos el movimiento social y cultural que más cabalmente asumió la existencia de esa voluntad que, aun surgiendo de nuestro interior, se nos impone como lo más genuino de nosotros mismos, por encima incluso de esa formación diríamos entonces que epidérmica de nuestro ser, y que denominamos “yo”.
Sentir que hay algo en nosotros que nos empuja a obrar de alguna incontrolable manera es un modo sibilino de rebajar la carga de responsabilidades que hemos de portar en nuestro bagaje personal: “Yo actúo –se viene a decir– pero no me pidáis razón y cuenta de lo que hago, porque algo que surge de mí pero que no soy yo me obliga a obrar así”. Estamos, pues, hablando todavía de personalidades irresponsables, inmaduras, que, profundizando en las vías abiertas por el romanticismo, han nutrido la cultura, el arte y los modos de estar en el mundo de nuestro tiempo; que se han fiado más, en suma, de lo inconsciente e instintivo (de lo “natural”) que del yo. En este tiempo, y tal y como venía a proponer Hölderlin, hemos puesto a nuestro yo a seguir la estela de nuestros sueños, de nuestras fantasías, de nuestros instintos, en vez de subordinar todos ellos a la potencia ordenadora y controladora del yo.
Nos quedan, pues, aún por definir las claves y factores que, en contraste con estas otras personalidades que adolecen de un yo débil o incluso inexistente, darían consistencia a la personalidad madura. Aristóteles decía que el hombre cabal es el “zoon politikon”, el animal político, que desarrolla sus fines dentro de una sociedad, que vive, pues, de dentro a fuera, y busca en la polis, en su medio social una tarea que cumplir, un objetivo que realizar. La capacidad para la acción política, en este sentido que señala hacia el bien común, marcaría así, por uno de sus lados, el perímetro de lo que es propio de la personalidad madura. La asunción de responsabilidades por las propias acciones sería el otro extremo que delimitaría aquel perímetro. Mientras tanto, rechazar el hecho de que entre las propias tareas estén éstas que se orientan hacia la acción política, esto es, al bien común, equivale a mantener interrumpida la propia evolución personal. Repudiar la política a causa de la coyuntural corrupción o degeneración de una determinada casta política, o de buena parte de ella –como manifiestamente ocurre entre nosotros–, sería así una simple coartada que permitiría eludir las propias responsabilidades como persona madura, además de dar una ocasión perfecta a los corruptos para seguir dirigiendo el cotarro.
Javier Martínez Gracia, miembro de UPyD de Burgos

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