Por: Alberto González Rivero.
Para Víctor Mesa Martínez Pueblo Viejo, en Sitiecito, sigue siendo un pasaje que le roba todos los recuerdos de su niñez y adolescencia en ese ambiente de ingenio azucarero, cañaverales y caminos polvorientos. Siempre ha sabido amarrar su fama en el lugar.
Víctor no ha negado nunca que él se fajaba, aunque reconoce que no era buscapleitos, pero donde las daban las tomaba sin remilgos. Como si fuera un boxeador ha tenido que esquivar incomprensiones este polémico guardabosque, sin descontar el San Benito de la envidia que cuelga de los genios como un permanente deshollinador.
Pero ahí estaba siempre su ángel de la guarda, Olga Mesa, esa Olga intempestiva, al igual que su único hijo varón, al que seguía por todo aquel caserío para tratar de remendarle la rebeldía, incluso cuando ella sabía que aquel bólido se impulsaría más allá del terreno, al que se veía como que le sobraba la cerca.
Ya Olga le venía halando la oreja a ese ciclón en ciernes, pero no se la estiraba tanto para que no se le quedara descolorida como a Van Gogh. Cuando recién comenzaba a pintar sus primeros “girasoles”, la centella me confesó que él no era un muchacho malo, sino que, debido a su difícil crianza, lo tildaban de “regao” y por eso algunos lo querían dejar fuera del equipo en sus años escolares… menos Juan Rodríguez.
Por allá por Pueblo Viejo, en uno de esos pitenes de pelota que se celebraban en el terreno cercano a la línea de ferrocarril, lo captó un entrenador de béisbol para que ingresara a la EIDE regional, ubicada en la entrada a Sagua la Grande.
Ahí lo vio cuando bateaba y corría y se deslizaba en una almohadilla hecha de retazos de cuero y trapos. Parecía un remolino en las bases y una estafa desde la esquina caliente dejó sin aliento al árbitro Nicado, aunque “El Pelao”, receptor, protestara por la decisión del umpire de turno.
¡Quieto! Exclamaba con las manos levantadas.
Cuando se oía la radio, Bobby Salamanca lo adelantaba en la metáfora como el más excéntrico de los “aguiluchos” anaranjados. Fue un reconocimiento que lo bautizaran como el “payaso” que tanto hizo divertir a los fanáticos.” Se va, se va… Así le suele pasar a los que tienen la audacia de robarse el home… y ese terremoto abría la dentadura, safe, a todo lo ancho de la banda como si batiera otro temporal de jugadas inexplicables. A los “diferentes” se les aplaude o se les chifla, pero Víctor siempre fue fiel a sus arrebatos. Se cubría la oreja para evitar volver a las trompadas ante ciertos improperios personales; sin embargo, la afición no podía vivir si no le daba la bienvenida.
La promesa, aparentemente descarriada, no se separaba de la base cuando estaba al lado de un profesor que sabía bien del talento que tenía el “mulatico” de Sitiecito. Juan lo puso en el desafío de quitarse viejos epítetos y ganarse los que se inmortalizaron, con peculiar algarabía, en las crónicas o en las peñas deportivas. Sobre este entrenador se ha hablado muy poco, pero lo más importante es que el antiguo pupilo le ha dedicado sus éxitos.
Para la explosión naranja fue como ir arrastrando la piedra de hielo que emerge en la magia de un Aureliano Buendía. Es en esta posición de los jardines en que prefiero glosar la vida y obra de Víctor Mesa Martínez, porque esa grandeza atlética surgió de una base auténticamente natural, gracias a la perseverancia de Olga y de todos los que orientaron a un joven que ya parecía como un fly extraviado.
Cuando alcanzó la medalla de oro en los Juegos Olímpicos de Barcelona l992, Pueblo Viejo se convirtió en una fiesta.
De las entrevistas en que logré “burlar” al rapidísimo corredor de bases, cuando lo descubría por las calles de Sagua, las que más me entusiasmaban eran aquellas en las que Olga colaba café, en la casita de la calle “La Calzada”, y conversábamos de lo humano y de lo divino, de Sitiecito, de las glorias de Víctor en la pelota, las que llegaron y las que se vaticinaba llegarían sin lugar a dudas ante el carisma y el temperamento del “ladrón” más notable que ha tenido la pelota cubana. Ella siempre pedía lo mejor para el hijo de Elegguá…
Conrado Marrero Ramos, El Guajiro de Laberinto, hizo uno de los elogios más sinceros que he escuchado sobre el sensacional pelotero, cuando ambos departieron en el estadio “9 de Abril”, de La Villa del Undoso en los años 90 del siglo pasado. El Premier, lanzando pelotas de nostalgia ante sus fanáticos, me dijo que” la gente dice que Víctor Mesa está loco, pero él nunca se ha tirado delante de una guagua ni nada de eso. Él lo que hace es todas las cosas buenas que se hacen en el béisbol. Ya te digo, yo quisiera ser manager y tener nueve Víctor Mesa en mi novena”.
Ningún récord le podía igualar los momentos en que el gran amor de su vida le abrazaba sus hazañas.
Por eso la humildad con la que lo crió la progenitora le parece un relámpago cuando tiene que ponerse ese traje, en tanto aprendió que los consejos que le daba Juan Rodríguez podían exprimirse en sus funciones como manager del Villa Clara, aunque a algunos le pareciera voz impositiva y no una de esas descargas apasionadas dentro y fuera del dogout.
Genio y figura, sigue metiendo en el guante cuantas jugadas extravagantes se le ocurra, mientras extrañamos el aroma del café que nos servía la que sí era capaz de cantarle out al loco más cuerdo que he conocido en mi vida.