Se está debatiendo en nuestros días sobre una reforma del Código Civil que permita a millones de sefarditas pedir la nacionalidad española y al hilo de esta posibilidad se han levantado voces en el Magreb solicitando el mismo trato para los descendientes de los moriscos expulsados. El proceso, iniciado en 1609, tuvo unas causas más estratégicas y de seguridad nacional, que religiosas, pero el drama de la comunidad morisca fue tan desgarrador y cruel como el de los judíos españoles, incluso mayor, pues fue muy superior el número de expatriados. Sin embargo los motivos y su proceso de ejecución fueron muy distintos.
Durante la reconquista se llamó mudéjares a aquellos musulmanes que permanecían en tierras conquistadas por los cristianos, conservando durante siglos sus costumbres y su religión, aunque esto despertaba suspicacias en la Iglesia. Pero, cuando la Reconquista llegó a su fin con la toma de Granada, los Reyes Católicos firmaron las Capitulaciones de Granada, que permitían a los moros granadinos practicar su credo y conservar su forma de vida, pero enseguida comenzaron las presiones eclesiásticas para que se impusiera la unidad religiosa, como se acababa de hacer con los judíos, obligándolos a convertirse o marcharse.
Así, Fray Hernando de Talavera, arzobispo de Granada, comenzó una campaña de conversiones, más o menos forzadas, lo que provocaría la rebelión del Albaicín en 1499-1500, aplastada inmediatamente y con la consecuencia de que los Reyes Católicos impusieron a los moros granadinos los términos que les habían ofrecido a los judíos: conversión o expulsión. Esos nuevos cristianos bautizados porque no querían abandonar España, pero musulmanes en su fuero interno, serían llamados moriscos.
Por otro lado, el enfrentamiento de España con un enemigo estratégico, el Imperio Otomano, que amenazaba a la civilización europea por tierra y por el Mediterráneo acabó marcando el destino de estos moriscos. Desde que el corsario Barbarroja se apoderó de Argel en 1516, el litoral español tuvo que llenarse de torres de vigilancia, las poblaciones costeras se retrajeron hacia el interior y algunas islas fueron abandonadas por sus habitantes. Carlos V intentó acabar con la piratería berberisca y llevó dos cruzadas a África, conquistó Túnez, pero fracasó ante Argel, la madre del problema. Como sucede hoy con el narcotráfico, eran tales las ganancias que proporcionaba la piratería que por mucho que se la combatiera no había forma de acabar con ella.
Era opinión generalizada que los moriscos estaban colaborando con los piratas y se temía incluso un levantamiento general si los turcos llegaban a las costas españolas y se producía una nueva invasión musulmana. La única forma de anular esa amenaza era conseguir que todos los musulmanes dejaran de serlo, es decir que se hicieran cristianos. Hacia 1525 los musulmanes de toda España habían sido forzados a la conversión, como los granadinos, pero esto no resolvió el problema, pues en su fuero interno seguían fieles al islam. Se pensó que no se desvincularían de su fe mientras conservaran su modo de vida musulmán, y se hicieron campañas contra el vestido moruno, los baños, que eran punto de reunión exclusiva, e incluso las zambras, su forma de celebrar las fiestas.
Se formó un círculo vicioso, cuanta más coacción se ejercía sobre los moriscos, más anhelaban éstos que llegaran los turcos para liberarlos del poder cristiano, y más simpatías sentían por los piratas, que eran la avanzadilla otomana. Esto provocaba a su vez una mayor presión cristiana, y la situación estalló por fin en 1568, cuando se produjo la rebelión de las Alpujarras. Felipe II envió a sofocarla a don Juan de Austria, el futuro vencedor de Lepanto.
Sofocado el levantamiento Felipe II deportó a Castilla ochenta mil moriscos granadinos, para alejarlos de las costas. Esto mitigó el problema en el reino de Granada, pero no en Murcia, Valencia y Cataluña, y se temía una rebelión morisca incluso en Aragón y Castilla. Pero no se quería llegar a la expulsión total por cuestiones económicas, pues los moriscos, expertos artesanos, mantenían muchas industrias que quedarían desmanteladas si se iban, y también eran excelentes agricultores, protegidos por la aristocracia aragonesa y valenciana porque cultivaban con provecho las tierras de los nobles.
Finalmente, en 1609, el duque de Lerma le hizo firmar al fácilmente manejable Felipe III la expulsión definitiva. 300.000 moriscos fueron deportadas en un proceso que duró 7 años. Así, se sofocó el riesgo de una sublevación que hubiera podido desembocar en una nueva guerra si el apoyo de los otomanos se hubiera hecho efectivo, mientras que a cambio se perdió un legado cultural y comercial que hizo mucho daño en los siglos posteriores, como sucedió con la expulsión de los judíos en 1492 y el exilio de los intelectuales a partir de la guerra civil del 36.