Hubo un tiempo en el que las cosas estaban en su sitio. Todo en el universo venía a ocupar el lugar que le correspondía, el mismo al que estaba predestinado de un modo ineludible, de manera que Marco Aurelio (121-180), el emperador filósofo, podía decir: “Tal como proyectas vivir cuando partas de aquí, así es posible vivir aquí”. Porque, aquí o allí, uno llevaba consigo su lugar, su modo de encajar con el resto de las cosas, su inalterable manera de situarse en la vida. Repetíamos los hombres por entonces la pauta que nos señalaba el firmamento inamovible, hecho, según Pitágoras, de nueve capas superpuestas a la tierra, que estaba en el centro, más otra añadida, la anti-tierra, que también ocupaban su lugar predestinado desde siempre y para siempre, todo lo cual producía un armonioso resultado: la música de las esferas. Creíamos por entonces, pues, que desde que nacíamos teníamos asignada una manera de estar en el mundo; que, como decía Aristóteles, había un “topos”, un lugar propio de cada ser en el espacio, y que no debíamos ni siquiera intentar cambiarnos de sitio, eludir nuestro destino. Por eso decía también Marco Aurelio: “Cualquier cosa que te suceda, ésa te estaba destinada a ti desde la eternidad, y el nexo de las causas tramó desde siempre tu sustancia y este accidente”. Y aún decía más: “Sólo al ser racional le ha sido dado seguir voluntariamente los acontecimientos, pues seguirlos sin más es obligatorio para todos”.
Contradiciendo esta manera de instalarse en su entorno tan firme y segura que exhibían nuestros ancestros, hoy el espacio que nos rodea se nos muestra como vertiginosamente abierto y preñado de incertidumbre. Aquella imagen del espacio que compartían Pitágoras y Marco Aurelio quedó completamente trastocada al llegar el Renacimiento: por primera vez el hombre contempló el espacio como algo infinito, un medio vacío, homogéneo, indiferenciado, desprovisto de cualquier centro o superioridad jerárquica, idéntico en todos sus puntos. Un espacio en el que, como ha acabado ocurriendo –no por casualidad– en el arte moderno, han desaparecido las referencias de lo que está arriba y lo que está abajo o delante y detrás. Todos los lugares pasaron a ser equivalentes, nada tenía ya un sitio propio y particular; ninguna jerarquía ponía orden en aquel universo a partir de un centro privilegiado y unas orillas que languidecieran en los márgenes. La idea de que el universo tenga un sentido, de que exista una armonía, una finalidad que dirija el movimiento de las cosas, si no ha desaparecido del todo, ha palidecido dramáticamente.
Aquella nueva manera de mirar que a partir del Renacimiento abrió la perspectiva humana hacia el infinito sin horizontes tuvo enormes repercusiones. Para empezar, posibilitó que la astronomía volcara su potencial indagador hacia ese vacío inagotable, desvelando secretos que hasta entonces habían estado ocultos al saber de los hombres. Newton tuvo que descubrir cómo se relacionaban los cuerpos en aquel espacio hasta entonces inédito, a través de los cauces que determinaba la ley de la gravedad. Y eso sólo era el comienzo… Bueno, seamos justos: el comienzo fue Giordano Bruno, que entusiasmado por la nueva perspectiva sobre las cosas, declaró que por fin había ante nosotros un mundo digno de Dios, compuesto por un infinito número de sistemas solares y de constelaciones. Peligrosa manera de mirar, sin embargo: la Inquisición condenó a Bruno a morir en la hoguera por proclamar esa temeraria pérdida de referencias. En fin, que por ese camino que entonces se abría hemos llegado hasta hoy.
Robert D. Putnam es un importante sociólogo norteamericano, el principal formulador del concepto de capital social, que mide el valor de las relaciones sociales en la economía y la política, y que ha asesorado a la Casa Blanca sobre los posibles sistemas que puede haber para frenar el declive de ese capital social. “Las redes sociales –decía en una entrevista publicada hace años en la revista “Muy Interesante”– son indicadores poderosos de la gobernabilidad. Donde hay más relaciones funciona mejor el gobierno, como demostró un estudio en Italia. Y hay otra ventaja: las relaciones sociales tienen influencias medibles en nuestra salud. Si se controlan los factores que frenan la esperanza de vida, como el tabaco, las drogas o los accidentes de tráfico, la probabilidad de morir se reduce a la mitad, sólo por estar dentro de un grupo. El aislamiento social es un factor de riesgo tan grave como el tabaco. Además, está probado que las relaciones reducen la delincuencia. En los barrios donde los vecinos se conocen por el nombre de pila, hay menos robos”.
En 2002 Galaxia Gutenberg publicó en España el libro más importante de Putnam: “Sólo en la bolera”. Que tenga ese peculiar título se explica de la siguiente manera: analiza Putnam cómo en Estados Unidos han ido desapareciendo en gran medida las redes sociales que conectaban a los hombres entre sí, de una manera que muy probablemente preludiaba lo que parece estar ocurriendo en el resto de Occidente. La gran movilidad social que existe en aquella sociedad ha hecho que, a estas alturas, sólo un tercio de los norteamericanos muera en el mismo lugar en el que nació. De un destino laboral a otro, los ciudadanos de aquel país han ido perdiendo sus contactos sociales, se han ido deshaciendo las muchas agrupaciones que otrora tenían gran implantación, han acabado por no tener un lugar al que sentir que pertenecen. Han perdido su sitio en la vida, el “topos” que Aristóteles pensaba que cada cual tenemos asignado. Un síntoma bastante angustioso de esta situación es el hecho, cada vez más común en aquellos lares, de que muchos de estos norteamericanos, para pasar sus ratos de ocio de fin de semana, van a una bolera, alquilan una calle de la misma para jugar ellos solos… y de esa melancólica manera pasan la tarde.
Resulta difícil vivir en un mundo tan abierto, desenvolverse en el espacio infinito. Ya el Fausto de Goethe venía anunciando esta forma de (no) estar en el mundo cuando de una manera patética se preguntaba: “¿No soy el fugitivo y sin hogar? ¿El monstruo sin finalidad ni reposo?”. También León Felipe, como si fuera uno de esos norteamericanos en tránsito, clamaba con desesperación: “No conozco este camino... Y ya no alumbra mi estrella / y se ha apagado mi amor... / Así... vacío y a oscuras... / ¿A dónde voy? / Sin una luz en el cielo / y roto mi corazón... / ¿cómo saber si es el tuyo / este camino, Señor?”. Seguramente, el espacio real no sea ni aquel cerrado de Pitágoras y Marco Aurelio ni éste que nos acongoja con su inmensidad. O quizás sea ambos. Es posible que la vida consista en una dilatada tarea de conjugación de paradojas, y que tengamos que aprender que el mundo, efectivamente, no tiene fronteras, pero también que nosotros necesitamos un hogar, un sitio al que pertenecer, y buscarlo denodadamente hasta que podamos sentir lo mismo que León Felipe cuando asimismo versificaba diciendo: “Y mi grito y mi verso no han sido más que una llamada otra vez, / otra vez un señuelo para dar con esta ave huidiza / que me ha de decir dónde he de plantar la primera piedra de mi patria perdida”.