La era democrática, cuya duración podría equipararse a la de la última generación de españoles, tuvo una prehistoria que abarcó desde los estertores finales de la dictadura franquista hasta el período que se ha venido llamar la Transición. Fueron años en que surgieron en el solar hispano unos animales políticos que procedían, unos, de las especies más reaccionarias del franquismo, y otros, de ramas evolucionadas por el entorno continental que ejercía influjo sobre la península. Los ejemplares más formidables de ambos linajes supieron adaptarse a un ambiente de mayor apertura y juntos colaboraron para conseguir que los vientos de libertad oxigenaran la viciada atmósfera irrespirable que había predominado previamente durante más de medio siglo. Pero como en toda evolución natural, aquellas especies están en plena extinción. Asistimos, pues, a la imparable desaparición de los políticos que forjaron el afortunado asentamiento de la democracia en España y que imprimieron, cada cual desde unas posiciones ideológicas distintas y hasta opuestas, su particular empeño para que, en adelante, la supervivencia de todas las especies no estuviera amenazada por los depredadores que tienden a la guerra civil para saciar su apetito.
Uno tras otro, antes o después, los individuos más representativos de la prehistoria democrática española dejan de existir, provocando ese vacío que genera la persona cuya trayectoria no deja indiferente a nadie, con sus aciertos o sus errores. Antes fue Manuel Fraga Iribarne, un dinosaurio político que supo escapar al ocaso de su especie y adaptarse al nuevo ambiente democrático, demostrando con su ejemplo la vía para la superación de la intolerancia reaccionaria que caracterizaba a la familia fascista de la que provenía. Y ayer era Santiago Carrillo, histórico dirigente del Partido Comunista de España, el que fallecía en su domicilio de Madrid, a los 97 años de edad. Ellos dos, uno de la derecha y otro de la izquierda, entre tantos otros, simbolizan los denodados esfuerzos que, en momentos cruciales para el futuro inimaginable del país, fueron capaces de realizar para aglutinar todas las voluntades y sensibilidades a favor de la libertad y la paz, renunciando a maximalismos que conducen sólo a las andadas fraticidas.
Si el primero hizo progresar hacia comportamientos demócratas a la derecha española, el segundo contribuyó en idéntica medida al abandono de las imposiciones revolucionarias y dogmáticas (estalinistas) del comunismo para adaptarlo al “eurocomunismo”, que defendía la democracia, la independencia partidista de Moscú y la reconciliación nacional. Ambos, no obstante, también tuvieron sombras que dibujan la silueta de unos personajes controvertidos y de largo historial no siempre pulcro. Montejurra y Paracuellos del Jarama son manchas para unas biografías que en absoluto son intachables, pero no dejan de ser relevantes para la transformación democrática de España, demostrando que el pasado puede ser útil como referencia de lo que se ha de evitar a toda costa, incluso con la renuncia crítica a lo personal del mismo.
Estos ejemplares de la fauna política de la prehistoria, junto a los amanuenses fallecidos de la Constitución (Solé Tura, Gabriel Cisneros y Gregorio Peces Barba), forman parte de una extraordinaria especie política que está en vías de extinción y que tan necesarios resultan para afrontar encrucijadas difíciles y dramáticas como las que atravesamos en la actualidad, carentes de líderes de aquella talla y de esa visión clarividente sobre lo que es mejor para todos los españoles y para el futuro del país