Revista Comunicación
La tarde anterior, Ota Benga había bailado y cantado alrededor del fuego ceremonial. En las primeras horas del 20 de marzo de 1916, se encerró en un cobertizo próximo a su casa, recuperó una pistola que había escondido allí y se pegó un tiro en el corazón.
Ota Benga era un pigmeo congolés, pero el suceso no tuvo lugar en África, sino en Estados Unidos, el país donde aquel hombre había sido exhibido como atracción: primero en la Exposición Universal de San Luis (Misuri) en 1904, y en 1906 en la Casa de los Monos del Zoo del Bronx (Nueva York). Una vida ingrata a la que él mismo decidió poner fin a los 32 años.
El de Ota Benga es uno de los casos más celebres entre los muchos seres humanos que a lo largo de la historia han sido expuestos al público como si fueran animales. En el siglo XIX, el nuevo colonialismo y la naciente ciencia de la antropología llevaron este tipo de exhibiciones desde los circos y las ferias ambulantes a los ámbitos más formales de museos y zoológicos. La antropología consideraba entonces que las “razas” diferentes a la blanca eran fases intermedias de la evolución humana.
Curiosamente, quienes defendían esta postura creían sostener un pensamiento avanzado, ya que se amparaban en el origen común de humanos y simios postulado por el darwinismo para construir una jerarquía entre razas superiores e inferiores. Lo cierto es que el enfoque de Charles Darwin sobre las razas humanas podía enarbolarse como bandera para fundamentar el racismo. Aunque el naturalista británico era un firme partidario de la abolición de la esclavitud y proponía un origen evolutivo común para una única especie humana, en sus escritos hablaba de razas civilizadas frente a otras salvajes, y consideraba a los africanos o australianos más próximos a los simios que los caucasianos.
Así, la exhibición pública de Ota Benga contaba con el apoyo de prominentes científicos de la época e incluso con el aval del alcalde de Nueva York. Por aquellos días un editorial en el diario The New York Times afirmaba: “La idea de que los hombres son todos muy parecidos excepto por el hecho de haber tenido o carecido de oportunidades para obtener una educación de los libros está ya muy anticuada”. Por el contrario, el movimiento de oposición estaba liderado por clérigos afroamericanos antidarwinistas: “La teoría darwiniana es totalmente opuesta al cristianismo y no debería permitirse una demostración pública en su favor”, declaraban.
El concepto de raza humana tiene una interpretación biológica y otra cultural, algo que los contemporáneos de Darwin no reconocían. Un siglo después del suicidio de Ota Benga, y aunque los conflictos raciales no han desaparecido, es innegable que la visión de la raza como término cultural ha evolucionado en la sociedad. Para el antropólogo Jonathan Marks, de la Universidad de Carolina del Norte, en Charlotte (EEUU), este cambio de perspectiva ha sido “un proceso en dos pasos”, señala a OpenMind.
“Hasta la Primera Guerra Mundial había un sentimiento general de que quienes no eran europeos del norte eran seres inferiores por naturaleza o biología”, expone Marks. Según el antropólogo, a partir de entonces comenzó a extenderse la idea de que el problema no era biológico, sino cultural, lo que alumbró una concepción científica de la cultura. “Se asumía que los europeos del norte eran biológicamente equivalentes, pero que tenían una cultura mayor o mejor”. Sin embargo, apunta Marks, el segundo paso llegó al constatarse que los pueblos tecnológicamente más avanzados podían ser también los más bárbaros.
Un ejemplo citado a menudo por los historiadores es el de la rebelión del Mau-Mau que condujo a la independencia de Kenia. El movimiento nació de los africanos reclutados por Reino Unido para combatir en la Segunda Guerra Mundial. Durante las batallas en las junglas de Asia, aquellos soldados comprendieron que los británicos no eran mejores ni superiores a ellos, lo que alimentó el orgullo nacionalista y el anhelo de igualdad. Así, a mediados del siglo XX, resume Marks, se entendía que “los pueblos diferentes tenían diferentes culturas, no mejores”.
Un concepto sin base biológica
Pero si el concepto cultural de raza se cae, para muchos biólogos es también insostenible como categoría científica, ya que no refleja la diversidad genética humana: “Los métodos filogenéticos y de genética de poblaciones no apoyan clasificaciones a priori de raza, como se espera de una especie mezclada como el Homo sapiens”, escribía el pasado febrero en Science un grupo de expertos de dos Universidades de EEUU y del Museo de Historia Natural.
Los autores abogaban por desterrar de los estudios biológicos el concepto de raza, “problemático en el mejor de los casos y perjudicial en el peor”, reemplazándolo por los de ascendencia (ancestry) o población, más ajustados a la realidad heterogénea de la especie humana. Esto, añadían, serviría además para enviar un importante mensaje a la sociedad: que el uso de “raza” quede confinado a abordar los problemas sociales del racismo y, si acaso, sus efectos biológicos, como las desigualdades que afectan a la salud. Una propuesta necesaria; pero para Marks, demasiado optimista: “Ahora mismo el mayor problema es asegurarnos de que los propios científicos entienden la idea, y muchos de ellos no la entienden”.
JAVIER YANES
“Las razas humanas, una idea a enterrar”
(open mind, 20.03.16)