Tengo un amigo obsesionado por salir en televisión. Su sueño y mayor pretensión de su vida es la de ser famoso. Haría cualquier cosa por conseguir, aunque sólo fuera un minuto, la gloria de los héroes y vencedores romanos.
¡Pobre infeliz!, de la vida sabe menos que los caracoles, y sin embargo, lucha, piensa y se debate a diario por conseguir la quimera de una felicidad que es tan evanescente como falsa. En realidad, su vida es un pozo oscuro, sin fondo, pestilente, de bocanadas de humo insustancial y liviandad pormenorizada.
Ha estudiado, se ha formado, está más que preparado, pero no para él, ni tan siquiera para los demás o la comunidad social en la que está encarnado. Se cree que ya está listo para dar el gran salto final al éxito jacarandoso del aplauso fácil y entregado. Pero todo su saber, su profesionalidad, sólo han estado apuntando hacia la conquista indómita de la fama y del reconocimiento general.
Se ha convertido en un egoísta, en un egocéntrico y en un ególatra. El mundo gira alrededor de él, y mientras las vueltas de la vida van pasando y dejándolo de lado, él espera que llegue la hora en la que, por fin, el mundo se detenga para contemplar su genuina y genial obra. Y yo, por el contrario, porque lo quiero, porque confío en él, sólo espero que, antes de que le llegue la hora en la que el mundo se detenga definitivamente, pueda subirse en marcha.
La fama es el narcótico de los narcisistas, de los inseguros y resentidos. Tan sólo, una baja estima por los suelos puede dar razón del deseo de figurar, a toda costa, en los medios de comunicación. Ahora me dice que se quiere presentar a alcalde de su ciudad.
He visto su programa político, y es una birria. Me parece que no se cree ni lo que pone en los papeles. Pero, eso es lo de menos. El caso es estar pegado públicamente, en las paredes de las calles, enmarcado en un cartel de chicha y nabo, de verde y rojo carmesí. “Es que los colores tienen que ser llamativos, para que la gente se fije más”, me dice con total convicción.
Mi amigo no tiene pretensiones políticas, eso no es lo suyo. A él le gusta figurar, en lo que sea, y si para eso tiene que presentarse como candidato de algún partido político para estar en todos los mentideros que se crean para la ocasión, durante la campaña electoral, pues va a por todas.
¡Qué estupidez más grande, pensar que la felicidad te la pueden dar los demás! Pero más me sorprende todavía, que haya gente que considere que la popularidad, porque la fama es algo bien diferente, sea como el bálsamo de Fierabrás, que todo lo cura, incluso las heridas y vacíos del corazón.
No hay realidad más absurda que la de aquellos que piensan que el elogio fácil y la adulación interesada pueden colmar las ansias de plenitud que todo hombre lleva incrustadas a su alma.
Quizás, la experiencia profunda del fracaso, y el anonadamiento que produce el desmoronamiento de uno mismo, por haberse construido la vida sobre unos pies de barro, sea el camino obligado para la redención personal y poder comenzar de nuevo lo que con anterioridad se ha tirado por la borda.
Cuando se llega al límite de las propias fuerzas, la noche se hace tan intensa, que no hay asidero suficiente, ni tan siquiera humano, al que poder echar mano para levantarse. Entonces, desde el vacío de la vulnerabilidad más cruenta, el hombre es capaz de incorporarse, porque ha sido descentrado para siempre, y puede empezar a percibir la luz que le sobrepasa, para llenar de sentido su existencia.
Fausto Antonio Ramírez