Revista Cultura y Ocio
En la casa del ingeniero Rolf Swedenhielm, en la que estamos como invitados teatrales, no tenemos más remedio que acostumbrarnos a los cambios bruscos de ánimo. Al principio, todo es abatimiento, rabia y desilusión, porque al prestigioso científico no le han concedido el premio Nobel de Física, como esperaban con entusiasmo todos los miembros de la familia; más tarde, nos sentiremos zarandeados por la euforia cuando un súbito telefonazo trastoque la situación y se compruebe que sí, que la concesión es un hecho; y después volveremos a percibir la angustia de los personajes con la aparición de Eriksson, que inundará de inquietud a cuantos comprenden para qué ha venido.Situémonos ante esos personajes, para entender mejor quiénes son: Rolf (hijo) vive con rencor la forma en que la prensa silencia su propio trabajo científico; Bo (su hermano) es teniente de aviación, y también considera que sus méritos como piloto deberían ser remarcados y aplaudidos; Julia (hermana de los anteriores) es una actriz que suspira por ser venerada; Boman (tía de los tres primeros, pero también ama de llaves de la vivienda) dedica toda su energía a capear esos egos y mantener limpia la casa. ¿Y cuál es el papel perturbador que supone Eriksson, en este hogar inestable? Pues el de ser el propietario de unos pagarés emitidos por alguien de la casa y que, al contener una firma fraudulenta, podrían suponer la cárcel y la humillación pública para el responsable.El lector comprueba cómo, durante el desarrollo de este drama de honor (que leo gracias a la labor traductora de Javier Armada), rebrotan agrios pleitos que florecieron en el pasado y que nunca han sido del todo olvidados, porque se cerraron en falso, y que afectan a varios de los protagonistas de la obra. Fechada en el año 1925, resulta imposible no relacionar esta pieza con una novela galdosiana que se publicó en 1897 y cuyo espíritu flota en el interior de la obra de Hjalmar Bergman.