Hay veces en que uno se sienta a escribir, por obligación. O bien por necesidad.
A veces, incluso por distraerse, por probar algo, por crear rutinas o por buscarse un pretexto de evasión y poder así deslizarse entre tus musas, allí donde te sientes cómodo y reconfortado. A veces escribir es tu particular secret guilty pleasure.
A veces escribes para chillar en soledad y verter tus gritos en ese altavoz que son los ojos de los que más tarde te leen… Sí. A veces hay que sacar fuera lo que te quema por dentro, y escribirlo es la única manera de mantenerte cuerdo. Una especie de desahogo catártico fácil y barato.
Pero no… No son ninguno de estos el motivo que me impulsa ahora; porque lo que hoy me trae de nuevo a las teclas es la mejor excusa que existe para volver a ellas. Y no es sino la felicidad. La ALEGRÍA, así en mayúsculas. Y es que no hay mejor cosa que te haga ponerte a los mandos de un volante como este que el de venir para contar y dejar constancia de las cosas felices que a uno le pasan.
Y es que hace apenas un par de semanas, vino al mundo la más pequeña, la más reciente y la más bonita de mis sobrinas. Porque evidentemente, todo lo que huele a nuevo, a recién hecho, a creado y horneado con mimo, ilusión y amor, es siempre lo mejor y lo más bonito. Y así debe ser. Porque es el momento y el lugar donde confluyen todos los caminos.
La familia crece de nuevo. Una sobrina más. Preciosa. Entera. Con todos sus deditos y sus cositas pringosas de bebé. Y os puedo asegurar que es un nacimiento de lo más deseado, esperado y celebrado. No puedo estar más feliz y contento, como todos en la familia, y especialmente por mi cuñada y mi cuñado, que se estrenan en estas lides.
Hay ya una pequeña «tradición» en este, mi pequeño rincón digital, que me ha hecho realizar anteriormente un primer regalo a mis nuevas sobrinas nada más nacer. Dos veces lo hice ya, con mi sobrina I y con mi sobrina M, y quiero seguir manteniéndola viva con mi preciosa y recién llegada sobrina P. No es nada especial… Ni siquiera es algo material. Solamente es una chorrada de su tío el excéntrico, de su tío el friki; ese ser que hace como que dibuja, pero luego no dibuja; ese que hace como que escribe pero que luego no escribe; que estudia, practica o se interesa por cosas que luego no le llevan a ninguna parte mas que si acaso a perder el tiempo… (O no, vete tú a saber).
Lo que quiero regalarte, mi pequeña, mi primer regalo para ti, es algo que espero puedas guardar para siempre, y puedas enseñar con cariño, guasa, ternura, coña o cachondeo a los colegas cuando seas mayor, o simplemente tenerla ahí guardada en algún rinconcito de tus cosas, para cuando sea que necesites echar una mirada a alguna parte ahí arriba, y saber de dónde vienes y cómo eran las cosas entonces. Porque es un detalle tonto y curioso que yo mismo siempre me he preguntado, y nunca tuve la oportunidad de verlo. Y me hubiera gustado saberlo, y contemplarlo, aunque sea por simple curiosidad.
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Mi regalo es ni más ni menos que la imagen de cómo eran los cielos al atardecer en el día en que tu madre te alumbró y te vio asomando tu pequeña cabecita rosada a este mundo. Para que sepas cómo fue y tengas conservada para siempre la estampa del cielo en el ocaso del día que te vio nacer.
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Así fue por tanto, que la tarde del día que llegaste al mundo, me enfundé el maillot, el culote, las zapas y el casco, y me lancé calle alante con la bici a la caza de los últimos rayos del sol de la tarde, buscando el sitio más adecuado, y por los pelos llegué.
Y mereció la pena. Como en las dos ocasiones anteriores.
Ni una sola nube. Ni rastro de trazas de borrasca alguna. Un cielo claro, de un azul eterno. Luminoso. Apacible. Sereno. Una tarde tranquila, bañada en tonos dorados y rojizos, como tantas nos está dejando este tibio y seco invierno de este año.
Así que por tanto, bien podrás decir dentro de unos años, señalando estas fotos con orgullo y alegría, algo como: -«Yo nací aquí… Puedo afirmar con pruebas que en el día de mi nacimiento hubo calma, paz y serenidad, al menos en lo que respecta a la mitad superior y azul que podíamos ver desde este pequeño rincón de mi bonito planeta, que es la Tierra… Mi tío estaba allí, para contármelo.»-
Si fuese un chamán de alguna remota y exótica tribu indígena perdida, podría intuir con una sonrisa de oreja a oreja que esos cielos tranquilos son en sí mismo un signo de buen augurio. Me gustaría pensar eso, de verdad. Pero desengañémonos… El día que enseñaron Augurios en la facultad, yo debía estar en la cafetería tomándome un poleo o un té con limón, así que mejor dejémoslo en que simplemente soy tu tío, haciéndole unas fotos a los cielos, para dejártelas por aquí mientras desea que la vida que acabas de estrenar te depare las cosas más maravillosas que este nuevo mundo te pueda ofrecer. Que tampoco está tan mal.
Y eso sí… Sin ser yo un chamán de esos, esa sonrisa igualmente tampoco me la quita nadie.
Ya te quiero mucho, pequeña P. Que lo sepas.