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Hace décadas que vengo molestando a mis amigos con la prédica de que una sociedad inteligente debería incluir rudimentos de termodinámica en la educación escolar obligatoria, por razones no sólo de conciencia medioambiental, sino también económicas. Somos, por desgracia, muy pocos quienes nos damos cuenta de la enormidad de recursos (directamente traducibles a pesetas, para el que “pase” de ecologismos) que se pierden a causa de nuestra ignorancia sobre los procesos de transmisión del calor.
Esta reflexión, que parece fuera de lugar en la crónica de un viaje en moto, me ha venido a las mientes tras visitar a mi amigo Jussi en Kuru (a unos cincuenta quilómetros al norte de Tampere), donde tiene su casa; una casa que diseñó y construyó él mismo con criterios al mismo tiempo prácticos que estéticos y de optimización energética, poniendo especial énfasis en el aislamiento y otras medidas conducentes a minimizar las pérdidas térmicas; y los resultados son asombrosos: el interior se mantiene a temperatura uniforme a lo largo del año, sin apenas variacione diarias ni estacionales, y ello con un mínimo de calefacción o refrigeración; cosa que, además de tiempo y molestias, le permite ahorrarse bastante dinero en equipamiento y consumo, por no hablar del bajo deterioro medioambiental.
Mas no es la vivienda el único caso en que unos conocimientos de termodinámica nos servirían para tratar más amablemente a nuestro maltrecho planeta, a nosotros mismos y a nuestro presupuesto, sino que hay muchas otras instancias de la vida en que el hecho de saber cómo va eso de la transmisión del calor (termodinámicamente el frío es sólo ausencia de calor) nos sería útil en la práctica.
Gracias a la optimización energética –por ejemplo y enlazando con lo anterior–, aunque sea este ya otro aspecto de la termodinámica, en los 5.000 km que llevo hechos en este viaje a lomos de una moto con el mejor rendimiento mecánico del mercado he dejado de contaminar unos 200 kg de CO2, o sea que he emitido a la atmósfera 110 m³ menos que con otra motocicleta cualquiera de similares características; lo que se ha traducido, por otra parte, en un ahorro monetario aproximado de 135 €. No es una fortuna, pero resulta un aliciente extra saber que, además de minimizar el impacto medioambiental, es un ahorro económico.
Esto que estoy tratando de decir puede expresarse también de otra forma: el ecologismo es barato. En esta misma línea, durante el día que pasé en casa de Jussi estuvo ilustrándome sobre un ingenioso modo de calefacción que está extendiéndose mucho en Finlandia (es viable y rentable sólo en países muy fríos), que aprovecha la mayor temperatura del subsuelo a cincuenta o cien metros de profundidad y la bombea hacia los hogares. Pero no voy a extenderme sobre esto aquí.
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Es una bonita mañana de otro caluroso día veraniego cuando me despido de mi amigo, subo a la moto y continúo viaje sin tener claro a dónde ir, aunque ya no estoy tan desorientado como hace dos semanas, porque últimamente viene tomando forma en mi voluntad la posibilidad de llegar hasta el mítico Nordkapp, el noruego cabo Norte, que pasa por ser el lugar más septentrional de Europa. Es aún una idea algo vaga, pues no sé durante cuánto tiempo más seguiré queriendo viajar ni si tal meta ofrecerá al visitante algo que vaya más allá del mero mito, si la fama de ese lugar no radicará simplemente en la asecución de un objetivo, sin más sentido que él mismo. Ir hasta el cabo Norte (o a cualquier otro sitio, para el caso) por el mero hecho de llegar, ¿no es un poco absurdo? Vendría a ser como hacer fin de un medio. Pero, por otra parte, de algún modo siento que tener un destino, por más absurdo que éste sea, dota de cierto sentido a mi incierto errar, confiere algo de luz a mis amaneceres y me proporciona una motivación de la que a menudo carezco. Quizá esto no pase de ser un autoengaño, pero ¿qué más da, si funciona?; ¿qué importa, si me ayuda a continuar?
Sea como fuere, los lugares remotos y solitarios ejercen un fuerte magnetismo sobre mí. Hay, pues, que seguir subiendo hacia Laponia. Pero no pongo directamente rumbo norte, porque eso me obligaría a atravesar la parte –al decir de Andrej– más mortalmente aburrida de Finlandia, sino que voy hacia el nordeste, que es una dirección algo difícil de seguir porque corta de través la estructura geológica dominante, que orienta lagos, valles, montes y consecuentemente carreteras en una diagonal como la barra invertida de Windows (\). Así, desde Kuru me lleva Rosaura primero hasta Keuruu y luego, adentrándonos en la región de los lagos de este país de los lagos, e improvisando la ruta en cada cruce, pasamos por estimulantes paisajes y las pequeñas localidades de Uurainen y Konnevesi, evitando así Jyväskylä, ciudad donde estos días se celebra un campeonato de rallies que tiene alborotada a toda la región y mantiene ocupada la escasa oferta hotelera.
Cruzando uno de tantos lagos de camino hacia Rautalampi
Por fin, después de una jornada de doscientos y pico quilómetros (larga para lo que vengo recorriendo a diario en este viaje, porque a mí me gusta pararme a menudo y conocer, en lo posible, los lugares por donde paso) me detengo en Rautalampi, donde el móvil me indica la existencia de un hospedaje campestre, de nombre Korholan Kartano. Para llegar hasta él he de meterme un quilómetro por un camino de tierra. El lugar es una casa de campo con tres galpones, uno de ello de aspecto muy rústico, sin duda un viejo granero o establo. En el centro hay una explanada de césped con flores, bancos y mesas de madera, y un columpio doble bajo un toldo. Parece que están celebrando algo, porque veo por allí algunas personas elegantemente vestidas, entrando y saliendo de las casas, o sentadas a las mesas.
Aparco discretamente a Rosaura fuera, en el camino, y traspaso la cancilla, pero nadie me interpela. Tímidamente paso a lo que parece la casa principal sin que nadie me estorbe el paso, y cuando estoy en la cocina sigo pareciendo invisible. No sé a quién dirigirme, pues es difícil estar seguro de quién es invitado y quién empleado, así que opto por volver a salir y llamar por teléfono. Me responde la dueña y le pregunto si tienen habitaciones libres. Sí, resonde, ¿a qué hora tiene pensado llegar? Le digo que estoy aquí mismo, al otro lado de la valla, y entonces se ríe y sale a buscarme.
La mujer se muestra amable y servicial. Según está enseñándome la habitación, que es un rústico dormitorio en el galpón más viejo, aunque suficientemente acondicionado para mis necesidades, me explica que, en efecto, celebran una boda, y me sugiere que me quede a escuchar la música, que va a valer la pena, dice. También, cuando los invitados se vayan, me ofrece pasar a la cocina y servirme un té y un trozo de tarta, o lo que haya sobrado del festín. Se agradece que traten a un desconocido con confianza y familiaridad. No obstante, me da cierto reparo colarme en la boda pese al ofrecimiento de la señora; y, además, quiero ir al pueblo para explorarlo y comprar algunas provisiones. Así que de momento meto a Rosaura dentro del cercado, llevo las maletas al dormitorio (donde soy el único ocupante), me pongo los tenis y salgo a curiosear por ahí. A espaldas de la granja hay un pequeño lago y, junto a él, como no podía ser de otro modo, está la sauna y un pequeño embarcadero; varada en la orilla está la barca, que tampoco puede faltar. El conjunto me pide a voces una fotografía. No hay que ser muy bueno con la cámara para sacar buenas instantáneas en Finlandia: ellas se te vienen solas al objetivo.
Lago tras el albergue de Korholan Kartano
¡Lástima qie estos días tan calurosos no inviten a la sauna! En su lugar, me tumbo sobre el césped y me quedo un rato medio adormilado. Al cabo, regreso al albergue. Los invitados han entrado todos en uno de los galpones y se oyen algunos acordes. Yo decido tomar el camino por el que llegué e ir al pueblo dando un paseo.
Son poco más de veinte minutos lo que tardo en llegar a Rautalampi, una de tantas pequeñas localidades finlandesas que no parecen necesitar mucha población para tener vida propia. Me gusta el ambiente que encuentro aquí, tranquilo pero no muerto. Entre pubs, cafés y restaurantes hay una media docena de establecimientos, más un par de supermercados, que supongo dan servicio y hacen de centro social para la zona. Así que, como el albergue también es agradable, decido quedarme dos días en lugar de uno.
Por cierto que al atardecer del segundo, según voy por el camino, veo emanar de un sembrado colindante una niebla espectral que me deja boquiabierto. Empieza a condensarse a breve distancia del camino y en unos pocos minutos, como si se tratara de nitrógeno líquido desbordado de un gigantesco depósito invisible, va llenando el bajío y tragándose el paisaje delante mismo de mis ojos. Quizá (¿quién sabe?) las brujas del valle celebran aquelarre y quieren quedar ocultas a la mirada de cualquier curioso ocasional. En menos que se da uno cuenta, los arbustos más lejanos y unas casas aledañas han quedado ya sumergidos bajo este lago de vapor condensado, y pronto yo mismo dejo de ver nada, porque la niebla me ha engullido a mí también.
Al ocaso, una espectral niebla surge de la hierba y va tragándose el sembrado
Esa noche me encontré con que, en uno de los pubs de Rautalampi, había karaoke, al que son los fineses muy aficionados; así que no lo dudé un momento, pedí una cerveza y me acomodé en un rincón, desde donde pasé un largo rato bastante entretenido observando a la gente y disfrutando del ambientillo. En estas zonas despobladas el karaoke suele ser ambulante; es decir, que hay un hombre que se desplaza de pueblo en pueblo con su equipo y sus preparos para animar las veladas en los bares de aquí y de allá. Y siempre me ha llamado la atención cómo los lugareños se contentan con esa vida sencilla de los pueblos, con qué natural ligereza de espíritu participan en estos pequeños eventos, sin –al menos aparentemente– echar de menos el bullicio de las ciudades. Me gusta creer en la armonía que, al menos en apariencia, reina entre ellos.
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