
Charlotte se sorprendió de la afluencia de público aquel día. La prensa venía haciéndose eco de la estupenda aceptación que estaba cosechando la Gran Exposición, y por ello, aconsejada por su editor, había escogido una jornada de tarifa normal, a fin de visitar más cómodamente la muestra.
El príncipe Alberto concebía la feria como un magnífico escaparate para ensalzar el pujante poderío económico y técnico del Reino Unido a escala mundial. En el momento en que el Imperio británico alcanzaba sus mayores cotas de expansión territorial, bajo las riendas de su esposa la reina Victoria, estimaba necesario que todos sus compatriotas, fuera cual fuera su condición social, disfrutasen de aquel monumento a la civilización, el progreso industrial y los avances científicos, que su país lideraba con orgullo.
Por ello, había luchado para que el comité organizador abaratase los precios de acceso, de tal manera que todos los ciudadanos fuesen partícipes del evento. Al final, los miembros del patronato adoptaron la salomónica decisión de rebajar las tarifas solo en determinadas fechas, con el propósito de evitar los conflictos que pudiesen surgir por la coincidencia de personas de distinta extracción social en el recinto ferial.

Alzó la vista para contemplar la onírica cubierta transparente que se alzaba a 128 pies del suelo, y permaneció así unos segundos, cautivada por aquella atmósfera evanescente e impoluta, gracias a la prohibición de fumar. Admiró con detenimiento la asombrosa obra de ingeniería, una tremenda nave de 426 pies de ancho por 1.851 de largo, cifra que se correspondía con la del año en curso.
Cuando el príncipe invió las invitaciones a todas las naciones y colonias para que participasen en la Gran Exhibición Mundial, no previó la extraordinaria respuesta que tendría. Anteriormente se habían celebrado otras exposiciones de carácter nacional en París, Madrid o Berlín, con una repercusión casi limitada a la de sus países anfitriones.
Enseguida fue evidente que la muestra no podría albergarse en ninguno de los edificios existentes, y tampoco resultaba conveniente ubicarla en diversos centros, porque se diluiría el efecto propagandístico deseado.

Cerrado el plazo de admisión de proyectos, el empresario y jardinero Joseph Paxton presentó su diseño, que resolvía de manera satisfactoria el problema, a pesar de su nula formación como arquitecto. Consistía en una estructura modular con un esqueleto de 5.000 piezas de hierro a las que se ensamblaban 300.000 hojas de vidrio; una suerte de invernadero como los que él solía montar, pero a escala gigantesca.
En solo 35 semanas se alzó en medio de Hyde Park el edificio más grande del mundo, listo para alojar la Exhibición y para contradecir a sus numerosos detractores. Unos opinaban que la estructura del Crystal Palace no aguantaría el peso o las vibraciones, otros que en su interior haría un insoportable calor, algunos pronosticaban que se producirían disturbios en un espacio tan amplio. Charlotte siguió los encendidos debates a través de la prensa, e incluso colaboró de forma anónima a su financiación, al igual que otros miles de ingleses.
A ella le encantaba estar al tanto de las noticias, fruto de una pasión que su padre les había inculcado desde bien pequeños, cuando se juntaban en torno a la chimenea y leían en voz alta los artículos del periódico. Debatían sin reservas sobre los temas de actualidad, aunque hubiese quienes les criticasen porque estimaban que tales prácticas no eran adecuadas para unos chiquillos tan jóvenes, y menos aún en lo que respectaba a las niñas.

Se estaba distrayendo con sus pensamientos, y no había tiempo que perder. Había entrado a las diez de la mañana, y el pabellón no cerraba sus puertas hasta las seis de la tarde. Pero ocho horas se le antojaban insuficientes para explorar una parte mínima de las maravillas que allí se exhibían, más de cien mil objetos distribuidos en los casi catorce mil expositores que se habían acreditado, procedentes de todos los confines del orbe.
Comenzó explorando el ala norte, escenario de la apertura que tuvo lugar el uno de mayo, y a la cual dedicaron extensos reportajes los diarios nacionales. Aquel recinto, ahora casi vacío, estaba repleto de autoridades y delegaciones de los estados participantes el día en que la reina Victoria y el rey Alberto daban por inaugurada la Exposición.

Indudablemente hubo de ser un placer escuchar aquel coro de seiscientas voces entonando el Aleluya de Haendel, especialmente porque su canto no debió verse perturbado por el ruido ensordecedor que provenía del sector en el que se congregaban una multitud de artefactos en funcionamiento.
La sección de maquinaria abarcaba gran parte del ala oeste del palacio, y era probablemente la que más impactaba a los visitantes. Gigantescos ingenios creados por Robert Stevenson, capaces de elevar cargamentos de varias toneladas de libras, formidables imprentas y daguerrotipos, velocípedos, máquinas de vapor colosales, botes salvavidas de Goodyear, rifles de repetición de Samuel Colt, o locomotoras fabricadas para alcanzar las 55 millas por hora. Aquellos trenes le recordaron a su malogrado hermano Branwell. Su padre había depositado grandes esperanzas en él. Era bastante inteligente y talentoso, y tenía unas innegables dotes artísticas, pero su personalidad rebelde le impedía que se aplicase lo suficiente en los estudios. Finalmente se empleó en la compañía de ferrocarriles como cobrador.

Si su padre le hubiese acompañado en su visita a la Exhibición, habría quedado impresionado por la cosechadora de McCormick. Patrick Brontë, primogénito de un respetable granjero irlandés, sabía lo que era trabajar duramente en el campo. Como consecuencia de ese temperamento ambicioso e indómito, que Charlotte había heredado, no se resignó a someterse a su destino como administrador de la hacienda familiar, y gracias a sus aptitudes, consiguió una beca para estudiar en Cambridge. Tras graduarse, se ordenó sacerdote de la Iglesia anglicana, y aunque desde entonces ejerció como pastor presbiteriano, jamás olvidó completamente sus orígenes.
Ella dio una vuelta rápida por aquel sector, cuyo contenido no le seducía en exceso. Tan solo se detuvo a observar cómo funcionaba la prensa hidráulica de Applegath&Cowper, diseñada para la impresión de diarios de gran tirada. Suponía que un artefacto similar habría imprimido la antología de poemas que ella, junto con sus hermanas Emily y Anne, había publicado hacía cinco años.

Con aquella primera obra tuvieron más reseñas positivas en los medios de comunicación que compradores. Solo vendieron dos libros durante el primer año, amén de los que ellas regalaron a sus allegados y a los críticos. Prudentemente, habían encargado una edición limitada, dado que afrontaban con recursos propios los gastos de publicación y los anuncios, práctica común entre los escritores noveles.
No desfallecieron tras aquel fiasco, y persistieron en su empeño, alentadas por su padre, que también había escrito en su juventud un poemario titulado Cottage Poems, con moderado éxito. Aunque en adelante experimentarían con el género de la novela, más demandado y que proporcionaba superiores ingresos.
Aprovechó la mañana visitando los demás estands de la planta baja. Conforme avanzaba la jornada, la oficina de niños perdidos comenzaba a abarrotarse de menudas criaturas desvalidas, llorando a moco tendido. En cierto sentido le recordaban a su familia, cuando su madre abandonó este mundo. Los tres hermanos mayores sufrieron mucho la pérdida, pero tanto ella como Emily y Anne eran muy pequeñas para comprender lo que había ocurrido.

Aquella institución marcó para siempre a Charlotte, a pesar de que tan solo estuvo un año escaso. Al margen de la estricta educación que recibían, lo realmente terrible era el trato vejatorio que les dispensaban y la nula salubridad del inmueble.
Tan insanas eran las condiciones del colegio, que Mary y Elizabeth enfermaron de tifus. Cuando le comunicaron tal circunstancia a su padre, ya era demasiado tarde. Patrick las llevó de vuelta al hogar, pero en cuestión de un par de meses murieron ambas.
Emily y ella también regresaron al hogar, donde su padre y su tía se encargaron de su instrucción, incidiendo principalmente en la literatura. Pese a que contaban con una nutrida colección de libros en aquella casa rectoral, la devoraron prontamente, por lo que comenzaron a frecuentar la biblioteca de Ponden House, la del Instituto de Mecánica Keighley y otras bibliotecas locales, en las que consumían ávidamente novelas contemporáneas y compendios de poesía.
Charlotte deambulaba sin un rumbo definido por los expositores de los distintos países y colonias de ultramar. Se entretuvo un rato en el de la India, donde quedó admirada por la exhibición de joyas, y por las exóticas tonalidades de sus telas, que contrastaban enormemente con las que hoy lucía, pese a que había rebuscado entre su armario las mejores galas.

Sin embargo, desde el lanzamiento de su libro, y una vez que hubo revelado su verdadera identidad, había actualizado ligeramente sus atuendos, especialmente para cuando acudía a las reuniones literarias de la capital. E incluso se permitió el lujo de arreglarse su deteriorada dentadura en una clínica de Leeds, empleando algo del dinero ganado.
A lo largo de los años ella había acabado complaciéndose de su fisonomía, hasta el punto de que solía conferir a sus propios personajes su carácter y su físico. De hecho, debatía a menudo con sus hermanas sobre la conveniencia de que las protagonistas fuesen atractivas y esbeltas, o por el contrario, normales o poco agraciadas, pero con una intensa fuerza interior, como ella misma se sentía. Quizás radicase ahí la excepcional acogida que tuvo su heroína Jane.
Reflexionó sobre los cambios experimentados en los últimos cinco años. En 1846, las tres hermanas resolvieron apostar fuertemente por su ilusión de escribir, y se encerraron en casa para concebir sus creaciones. Mientras compartían las tareas domésticas y atendían a su padre y hermano, Charlotte creaba Jane Eyre, Emily concluía Cumbres Borrascosas y Anne su Agnes Grey.

El surgimiento de los hermanos Bell fue acogido con suma expectación en el mundo editorial. Todos especulaban acerca de aquellos tres novelistas que reflejaban de un modo tan auténtico el universo de las mujeres en la sociedad victoriana, y que cincelaban unas protagonistas tan independientes y rebeldes con el orden establecido, alejadas de los cánones de sumisión y pasividad imperantes.
La mayoría conjeturaba que detrás de aquellos nombres masculinos se traslucía un toque femenino que asesoraba a los autores, ya que era imposible que una mujer pudiese componer de una forma tan descarnada sobre temas como el amor o la pasión.
Anne y Charlotte se divertían con tales teorías que leían en prensa, en tanto que Emily no terminó de encajar los comentarios a su obra, valorada como muy tempestuosa y salvaje, y arrinconó definitivamente la pluma para recluirse en su música, sus lecturas y su tarea en los fogones.

Saboreó el exquisito y refrescante manjar, que le aliviaba del sofoco que sentía, ya que el ambiente de aquella soleada mañana estival comenzaba a calentar el aire del pabellón, y se pasó por una exposición de juguetes.
En ella vio unos soldaditos de madera parecidos a los que en su día le había regalado su padre a Branwell, al volver de un viaje a Leeds. Alrededor de ellos, los hermanos inventaron un maravilloso reino de fantasía al que denominaron Angria.
Junto con Branwell, Anne y Emily, ideaban diálogos entre los diferentes personajes que encarnaban las figuras, y que anotaban en diminutas hojas del tamaño de los muñecos. Interpretaban incesantemente ocurrentes historias, emulando a su manera los poemas de Byron, las novelas de Walter Scott o los clásicos. Lentamente los soldados fueron cayendo en el olvido del desván, mas no así su devoción por la escritura.
También se acercó hasta donde se exponía la máquina fotográfica de Daguerre. Las fotografías de paisajes le evocaron su extinta afición por la pintura, y sus empeños adolescentes en plasmar en un lienzo la belleza de los campos que rodeaban su residencia. Afortunadamente, sus dotes para la narrativa eran superiores, y su perseverancia había dado sus frutos. Aunque hubo un momento en el que, al igual que le sucedió con los lienzos, estuvo a punto de rendirse.

Tras cuatro meses de angustiosa espera, por fin recibió la descorazonadora respuesta del afamado escritor. Le recomendaba que se consagrase a otras labores más propias de su género, pues era obvio que las mujeres no habían sido llamadas para la creación artística. Sin pretenderlo, y lejos de desanimarla, aquella advertencia fue determinante para afianzar su resolución de dedicarse profesionalmente a la literatura.
Reparó en que su estómago le reclamaba nuevamente atención, por lo que decidió pasarse por uno de los varios espacios, uniformemente distribuidos por la inmensa nave, en los que la firma Schweppes vendía refrescos. En estos instantes de descanso echó de menos una pareja con quien conversar e intercambiar pareceres sobre la Exhibición, ya que su amiga Ellen Nussey no había podido asistir finalmente.

Por entonces contaba con 33 años, y estaba sola en el mundo. Salvo por las visitas a su editor en Londres, y la correspondencia con algunas antiguas compañeras, su vida social se reducía a las charlas que mantenía con su padre y con Arthur Bell Nicholls, el coadjutor de la parroquia. Le constaba que este le profesaba cierto afecto, y en un momento dado le llegó a pedir su mano a su padre, pero Patrick Brontë se opuso a la relación.
Previamente, Charlotte había tenido otro par de pretendientes, a los cuales rechazó, pues entendía que todos ellos buscaban en ella una esposa y abnegada progenitora, y no una compañera.
Era consciente de las consecuencias de su elección. Aunque el destino natural de las mujeres de su posición era el de convertirse en amas de casa y madres, las tres hermanas huían de esa imposición. Como hijas de un modesto pastor protestante, no disponían de una cuantiosa dote; tampoco destacaban por su hermosura, y su temperamento arisco no les hacía atractivas a los ojos de los hombres de buena posición.
Dadas sus habilidades y su inteligencia, aquellas tres jóvenes inquietas podrían haber optado a un buen empleo como doctoras, jueces, abogadas o políticas, de no ser porque todos esos puestos estaban vedados para el género femenino. La única opción que les brindaba la sociedad a las doncellas solteras para ganarse su sustento era la de servir como institutrices en mansiones de familias acomodadas.

De tal manera que determinaron montar una escuela en su domicilio de Haworth. Para ello consideraban vital mejorar sus competencias en idiomas, por lo que estimaron conveniente viajar al continente para pulir sus conocimientos de francés, italiano y alemán.
Fiel al sueño conjunto de las hermanas, Charlotte declinó la oferta de Miss Wooler para que le reemplazase como directora del instituto Roe Head en Mirfield, en el que cursó estudios superiores año y medio, y donde ya había impartido clases durante una temporada.
Guardaba un grato recuerdo del instituto, pese a que al principio, debido a su comportamiento extraño y a su anticuado vestuario, le supuso un gran esfuerzo vencer el aislamiento que sintió. No obstante, a base de tesón, logró adaptarse al entorno, consiguiendo además forjar en aquella época sus mejores amistades: Ellen Nussey y Mary Taylor.
Ingirió el último trozo del exiguo bocadillo de jamón que le habían servido, y se dispuso a continuar el recorrido, no sin antes probar otra de las novedades de aquella muestra. Abonó el correspondiente penique, e hizo uso de aquellos urinarios portátiles que habían instalado, antes de subir a las galerías de la planta superior.

Atravesaba el pasillo en el que se situaban los pabellones de Francia y Bélgica, dos de las naciones que más habían apostado por la Exposición, y su oído comenzó a percibir conversaciones en aquella lengua que adoraba por su dulzura, y que tanto le costaba entender. Y es que, a pesar de sus esfuerzos por el aprendizaje del idioma durante su estancia en Bruselas, y de que leía sin excesivos problemas obras en francés, la comprensión oral se le seguía resistiendo.
De sobras sabía que su mal disimulado nerviosismo obedecía a la remota probabilidad de que pudiera encontrarse con su maestro Constantin Héger, la primera persona que tomó en serio su afición por la composición, y quien le alentó a insistir en su vocación. Era el director del Pensionnat Héger de Bruselas, que regentaba con su esposa, dueña del negocio.
Como contraprestación por las lecciones de alemán, francés y literatura, Emily daba clases de música y Charlotte impartía inglés. Ella se sentía muy halagada por la dedicación de Constantin, los prácticos consejos que le transmitía para corregir su expresión, y los ánimos para perseverar en su estilo. Pero a fin de año recibieron la noticia de que su tía Elizabeth había fallecido, y regresaron a Haworth junto al resto de la familia.

Su segunda etapa en la academia de Bélgica fue más breve. Advertía una creciente animadversión por parte de madame Claire Zoë Héger, y notó que Constantin ya no le prestaba la atención que ella requería, y se mostraba distante. Ella no se atrevió a manifestarle cara a cara las emociones que le producía, y se marchó.
Unos meses más tarde sí fue capaz, en las diversas cartas melancólicas en francés que le remitió. Él contestó a las primeras, pero según Charlotte persistía en hacerle partícipe de sus sentimientos, dejó de responder. Pasados unos años, y desvanecido su enamoramiento juvenil no correspondido, recordaba con aprecio a aquel tutor que le enseñó los misterios de la escritura.

Se acordó de sus hermanas, y pensó en que posiblemente unas bacterias semejantes a aquellas las habrían matado. En aquel lóbrego colegio de Cowan Bridge seguro que abundarían por doquier.
Al levantar la vista del ocular del aparato, le abordó un distinguido personaje que le preguntó si ella era la señorita Brontë. En un instante la agarró del brazo, conminándole a que le siguiera. Sin acabar de entender qué ocurría, de repente se vio delante de su majestad, la reina Victoria. Charlotte había leído que, desde la inauguración, la soberana visitaba periódicamente la exposición, inspeccionando minuciosamente los distintos expositores.

Charlotte tardó un rato en recuperar la serenidad. La charla con la reina le infundía esperanzas de que el Imperio británico, y el mundo por extensión, experimentaría profundos y renovadores cambios bajo su reinado.
Se sentía con ánimos renovados, más desde el momento en que la soberana había prometido leer su novela en cuanto tuviese oportunidad. Miró un momento a los pequeños infantes que acompañaban a la reina Victoria, y pensó que, sin renunciar a sus ideas, quizás había llegado el momento de dar un nuevo impulso a su relación con Arthur.
