Madurar es recibir ostias cada vez más grandes de forma que las anteriores, más pequeñas, no duelan tanto. Es eso. Nada de experiencia, aprender de la vida ni demás zarandajas. Cuando en tu vida empiezas a cargar con el peso de la responsabilidad cuidando de otras vidas, cuando empiezas a depender de tener un trabajo para garantizar tu mínimo nivel de gastos, cuando la gente que más quieres comienza a abandonarte en este paseo diario es cuando comenzamos a darle menos importancia a esos suspensos que sacábamos en el colegio o al rechazo que generamos aquella vez pidiendo un beso ante aquella cara repleta de acné.
Por ello siempre resulta interesante revisitar los antiguos juegos clásicos, pues siempre podemos recrear de nuevo esas viejas sensaciones que habíamos olvidado, y meditar sobre lo mucho que hemos madurado. Que en este caso quiere decir lo mucho que nos han matado o lo mucho que nos han decepcionado otros juegos, incapaces de generar esas sensaciones buscadas.
Aún mayor, permítanme, es la capacidad de ese juego de hacernos recrear interesantes sensaciones si además es un juego Disney, ya que los hombretones de mi edad, que llegaron a esto del dibujo animado antes de que Píxar copara las nominaciones a los Óscars y antes incluso de que los doblajes al español no fueran en español latino (“apaguen sus selulares” decía la tipa de la presentación de la PS4), podremos añadir el matiz de lo puramente infantil.
El pañuelo será nuestra temible arma mortal.
Y es que si uno no tiene memoria lo mejor es callarse. Porque con vergüenza ajena reflexiono ahora, a las seis de la mañana, sobre lo acontecido la mañana del ya día anterior, en la que a través de unos comentarios en Twitter expuse de forma sólida y convincente que World of Illusion (Sega, 1992) (también localizado como Mickey Mouse: World of Illusion) tenía cierta considerable dificultad. Y claro, mis casuales contertulios optaron por las diversas opciones que entre los humanos disponemos para casos de ridículo ajeno: silencio, disparidad leve de opinión, disparidad grave de opinión. Un tal Tones me comentaba que muy torpe tenía que ser yo, pues el juego sí que tenía fama en cuanto a su dificultad, aunque no tanto por su presencia como por su ausencia.
Así que esa tarde, y de nuevo los últimos 30 minutos, he echado sendas partidas comprobando que, efectivamente, este juego destaca por lo que podríamos llamar elegantemente una dificultad muy campechana, y que no debo fiarme de la memoria de un niño que por esa época tenía ocho años.
Digamos que es simple de cojones.
Pero de una simpleza bella, y me explico.
Mickey Mouse y el pato Donald están iniciando un número de magia, cuando encuentran una especie de portal interdimensional, que, por supuesto, quieren explorar. Así que se sumergen en un mundo mágico del que intentarán salir. No hay más.
El juego tiene una preciosa paleta de colores.
Las distintas fases nos irán permitiendo aprender algunos hechizos que tendremos que ir usando para avanzar. Nada de complicadas combinaciones de teclas, no se me vaya a preocupar usted: los hechizos se activarán automáticamente permitiéndonos volar sobre alfombras a lo Aladdin, crear burbujas con las que nadar por terrenos submarinos o crear puentes de hombres/carta en la parte que recrea Alicia en el País de las Maravillas.
No hay puntuaciones que valgan. Los enemigos, bastante variados, caerán todos ante nuestra más temible arma: el pañuelo, con el que rodearemos a los bichos aplicando nuestro hechizo y convirtiéndolos en criaturas de bien.
La fase final: la parte trasera del locutorio.
Los escenarios nos meten en pequeños (muy pequeños, tardaremos poco en finiquitarlos) microclimas como zonas boscosas con setas, minas repletas de gemas, zonas submarinas incluyendo barcos con tiburones en su interior, y finalmente la parte en la que llegamos al creador del portal, un escenario en el que más bien pareciera que hemos llegado a la casa de una de estas buenas personas que nos timan en televisión a altas horas de la madrugada ofreciendo ingentes cantidades de dinero a cambio de la respuesta a la pregunta: “qué tiene cuatro letras, empezando por -ho- y terminando por -ra-” pillándole de lleno soltando jaculatorias a los pobres y necesitados miembros de su secta. Solo que aquí el timador es Pete, y sabe invocar fantasmas.
La dificultad, ya digo, es prácticamente nula, lo cual nos permitirá disfrutar de lo que realmente importa del juego, que es la recreación de los escenarios y de la música.
Todos los escenarios tienen sus enemigos como aderezo, e incluso las pequeñas fases de bonus que veremos algunas veces tienen su propia estructura, con su propia paleta de colores y enemigos concretos, en todo un alarde creativo que ya quisieran para sí muchos.
Pese a que el juego es muy sencillo y lineal, tiene como particularidad sorprendente el que al poder jugar con dos personajes, Mickey y Donald, habrá fases que solo saldrán para uno de los dos, pudiendo por ejemplo con Donald realizarse la fase de la barca y la de la playa.
Solo veremos esta fase si jugamos con Donald.
La música es muy bonita, muy niña, muy liviana, y es de lo mejor del juego, porque recuerda a, como decía antes, todas esas películas de Disney que algunos nos tragamos siendo niños, una caja de galletas dulcísima, pero no un combo Nestlé de los de ahora, llenísimos de tontas combinaciones de chocolate negro, chocolate blanco, almendras, algún ocasional producto frutal y diversos pralinés. No. Yo hablo de esas cajas de galletas que nos enamoraban desde su exterior diseño vintage hasta su interior, conteniendo muy distintas formas, sabores y colores. Esas rayas, esos picos estrellados, esos canutos, esos diseños que iban desde lo floral hasta lo azteca, esas cajas que sin pudor te metían el rosa.
La galleta artesanal (concepto).
A todo eso me recuerda el juego, sobre todo en la expresa fase del dulce, en la que sortearemos aviones de caramelo, figuras de chocolate, remolinos de crema, naranjas gelatinas y una especie de trolls de galleta, en un mundo donde todo parece sonreír, donde rescatamos la palabra chuche, pero no para acompañar a Rajoy en su hipócrita queja de reducción de impuestos, sino en la chuche que pedíamos a nuestros padres en los quioscos, o en las que compartíamos con nuestros amigos de la infancia cuando por azar disfrutábamos de alguna moneda extra.
Llevo despierto, desvelado, desde las cinco y media de la mañana, a causa de una de esas responsabilidades que mencionaba al comienzo del artículo, y pienso que no hay manera más bella de acabarlo que exponer mi situación, en la que el desvelo accionado por el llanto de una pequeña criatura ha provocado mi exilio hacia un sofá en el que escribo palabras sobre un azucarado juego de Disney que ella nunca vivirá desde su propia infancia.
La entrada La fase del dulce es 100% producto Deus Ex Machina.