Revista Cine

La Felicidad

Publicado el 31 marzo 2010 por Diezmartinez
La Felicidad
La Felicidad (Le Bonheur, Francia, 1965), tercer largometraje de la precursora de la nouvelle vague, la belga avecindada en Francia Agnès Varda, resultó, en el momento del estreno, una de sus cintas más discutidas. Viéndola casi medio siglo después, es fácil entender el porqué: ¿cómo era posible que que una mujer cineasta hiciera una cinta como ésta, calificada por algunos como una irresponsable fantasía machista?La primera secuencia nos ubica de inmediato en el escenario dramático y en el tono del filme: a las afueras de París, el joven matrimonio de Francois y Thérèse Chevalier (el matrimonio real de Jean Claude y Claire Drouot), pasa un idílico día de campo con sus dos hijitos Gisou y Pierrot, interpretados por los auténticos hijos de la pareja. Francois duerme la siesta, Thérèse vigila a sus retoños, la campiña gala es preciosa, los colores de la naturaleza intoxican y la música del divino Mozart completa el cuadro. ¿Puede haber más felicidad que ésta?
En los siguientes minutos, tendremos el escenario completo: Francois trabaja como carpintero, el trabajo no le falta, vive modestamente pero sin dificultades, Thérèse -que además es bellísima- trabaja en casa como costurera, los niños son preciosos y bien portados, los amigos son solidarios, la familia extendida no estorba... Vaya, va avanzado la película y uno siente que la envidia le corroe el mal-alma que uno carga. Insisto: ¿puede haber más felicidad que ésta?
Parece que sí: en algún momento Francois hace migas con una joven empleada de la oficina postal, Emilie (Marie-France Boyer). Una sonrisa lleva a una plática, la plática al café, el café a un paseo, el paseo al departamento y, bueno, ya se imaginará lo que sigue después. El asunto es que Emilie no le exige gran cosa a Francois: ella sabe que está casado, que ama a su mujer, que tiene dos hijos. Ella lo ama, simplemente, y él la ama a ella. No piensa dejar a su esposa -es demasiado feliz con ella y con los niños- pero no desaprovecha la primera oportunidad que tiene para volver a los brazos de Emilie.
El idílico cuadro vital de Francois no parece haber cambiado mucho. Era feliz con su mujer, sigue siendo feliz con su mujer y con Emilie. Ni siquiere se siente distinto, diferente: "Soy más yo que te conocí", le dice exultante Francois a Emilie en un momento de franqueza. Y vuelvo a la pregunta: ¿puede haber más felicidad que ésta?
Llegado el momento, la respuesta será, finalmente negativa. Francois, que tiene el grave defecto de no saber ni querer mentir, le confiesa su affaire a Thérèse. Le dice toda la verdad en un escenario similar al de la escena inicial, en la campiña francesa: Emilie es parte de su vida, de su felicidad. No quiere hacer ningún daño a nadie: sucedió lo que sucedió sin que nadie planeara nada. Thérèse, bendita ella, parece tomarlo de la mejor manera. Si Francois quiere mantener esa aventura, ese amor por Emilie, ella no tiene más remedio que aceptarlo. No será ella quien se interponga en la felicidad de Francois.
Pero lo que sucede a continuación es el fin de la felicidad. Como si Francois hubiera traspasado todos los límites: tanta felicidad no puede ser posible. Sin embargo, después de la tragedia, la vida continuará: la naturaleza y sus colores siguen ahí, los niños siguen creciendo y Mozart sigue escuchándose en la banda sonora. En el desenlace, el cuadro familiar ha cambiado un poco, pero la felicidad se ha asentado de nuevo.
La trama escrita por la propia cineasta desconcierta si se le ve desde el atalaya de los -ismos (en este caso, del feminismo): alejada de cualquier facilón discurso ideológico, lo que nos muestra Varda es poco más que un círculo vital que se cumple de manera ineluctable, acaso cruel. La vida florece en la pantalla: las transiciones entre secuencia y secuencia están marcadas por súbitos fotogramas bañados en intensos colores (rojo, azul, verde, amarillo) y la puesta en imágenes misma, de los fotógrafos Claude Beausoleil y Jean Rabier, dificilmente podía ser más alegre: Vamos, a ratos, parece como si estuviéramos en un musical del marido de Varda, Jacque Demy (de hecho, Rabier había sido el cinefotógrafo de Los Paraguas de Cherburgo/Demy/1964).
La vida de los Chevalier, pues, era perfecta, como ellos y sus hijos, como la naturaleza que los rodea, como la música de Mozart que los acompaña en la banda sonora... Y, sin embargo, nada más elusivo que la felicidad. ¿Alguien se siente capaz de juzgar a estos personajes? Yo no puedo. Y creo que, además, no debo.

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