Desde aquel día, Van Morrison es mi cantante favorito. Fue un día supongo importante para mí, pues descubrí que debía perder ciertos complejos y no considerar la música de rock ajena a lo que yo podía escribir. Fue también el día en que me di cuenta de que no debía dejarme intimidar por algunos escritores españoles de mi generación que decían estar sólo interesados en la música clásica y que, por ejemplo, se habían compadecido de mí el día en que se me ocurrió citarles a los Rolling Stones. Fue el día en que me di cuenta de que no sólo debía dejarme influir por la mirada compasiva de aquellos pedantes de mi país tan atrasado, escritores altivos y anclados en una literatura cartón piedra. Fue el día en que descubrí que a la hora de escribir no debía descartar nada pues, como decía Walter Benjamin, el cronista que narra acontecimientos sin distinguir entre pequeños y grandes se guía, al hacerlo, por esta verdad: de todo lo ocurrido nada debe ser considerado perdido para la historia. Fue el día en que descubrí que había en el extranjero escritores y cineastas de una generación anterior a la mía -como Wenders y Handke- que dialogaban sin complejos sobre el rock and roll, sobre la felicidad extraña que puede dar de golpe una canción de Van Morrison. Seguí viviendo en la desesperación, pero con momentos de felicidad extraña que de vez en cuando me llegaba -me sigue llegando- del rock and roll.
Enrique Vila-Matas
París no se acaba nunca
Foto: Van Morrison