Porque había amanecido y el aire de las seis los había sorprendido en mitad de la calle, porque recordaron que a esas horas era mejor dormir que hablar y descansar que reír, aunque reír estaba bien, y era necesario, hasta imprescindible; porque el sol comenzaba a salir por encima de Tigaiga, asomando lentamente y dejando al descubierto la basura en las aceras, y -como decía Serrat- con la resaca a cuestas algunos subían ya las calles pensando en que en un rato había que volverse a poner las polainas, las enaguas y las bolas colgando por un lado, o el fajín manchado y arrugado; porque todos se fueron sin decir ni adiós y desaparecieron como mismo llegaron, en un segundo; por todo eso caminaban (o escapaban, huían, se escondían) por la calle nueva, y les llegaba el olor a vacas que ya mugían incómodas y desconfiadas ante la otra parte de la fiesta, y olía a vino y a gofio rancio, y a sol recién salido.
Y hablaban sin orden ni concierto. Él, de cosas demasiado trascendentes para una noche de borrachera y humo y gin y saludos y perritos calientes; y ella asentía –y hablaba poco- con frases demasiado cortas para una mañana de luz demasiado feroz para ser junio y alegre, de brisa fresca y cielo azul y paladar pegajoso a alcohol y tabaco.
“La felicidad es responsabilidad de cada uno”, espetó él, como dejando caer una piedra en un estanque en el que no había ni un solo pato. “Sí -le contestó ella- y hay gente que nunca será responsable de nada”, y abrió la puerta, entró, y dijo adiós.