Revista Cine
A estas altura poco se puede decir de Scorsese. Genio y figura que por suerte aún sigue trayendo estrenos a la cartelera, la mayoría de ellos con la misma garra prácticamente que antaño. Tiempo llevaba detrás del libro de Jordan Belfort, por el que también se interesó gente como Ridley Scott. Finalmente Martin se llevo el gato al agua y ahora nos encontramos con El lobo de Wall Street en las carteleras. Desde el primer momento este proyecto parecía que se ajustaba como anillo al dedo al director, y los trailers no hacían más que confirmarlo. Es una película con muchos matices, pero sin duda puro Scorsese, más desatado e inmenso que en anteriores ocasiones, pero su huella esta allí, es indudable.
La historia de Belfort es la de un bróker de Wall Street que en seguida se va haciendo con una buena fortuna gracias a unas artimañas algo alejadas de la legalidad. Esta vez no hay mafiosos, pero la película recuerda en lo más profundo de sí misma a esas obras maestras de la mafia como son Uno de los nuestro y Casino. Aunque es por la manera de abordarla que la película respira su propio aire. Antes que nada, aclarar que, como he oído decir, no nos encontramos ante tres horas (179 minutos para ser exactos) de pleno desfase y depravaciones organizadas por el protagonista y sus allegados. La película va pasando por diversas etapas, y los picos de dramatismo y comedía se acentúan y rebajan según corresponde, demostrando una fluidez total en la historia. Lo que pasa es que ese ambiente festivo-liberal gobierna el film, que no baja de ese estilo nunca. Se agradece, aunque haya a quien le resulte cansino, que no se ponga seria en exceso en la última parte, lo que no habría sido tampoco extraño en manos de alguien menos versado o personal.
Supongo que aún habrá quien se acerca a la sala con la pregunta de ¿Será para tanto? en mente. Ha levantado polvareda entre ciertos críticos y académicos americanos y en Asia ha sido censurada. Y es que Martin no se corta un pelo, todo hay que decirlo, en su exposición de drogas, sexo y depravaciones exhibidas por sus desatados personajes, conocedores de poseer el gran poder que otorga el dinero. No es una película para recomendar a tu abuela (a no ser que sea muy liberal), o para llevar a niños diciéndoles que es la nueva que el director de La invención de Hugo. Pero todos los demás no verán nada que no haya aparecido antes en una película, y más teniendo los casos de La vida de Adele y Nymphomaniac tan cercanos. Tampoco cabe pensar en polémica gratis, todas las escenas, por muy pasadas de rosca que estén, contribuyen a la obra, a crear el microcosmos en el que se mueve Jordan Belfort.
Un Jordan Belfort al que da vida Leonardo DiCaprio, en la que es su quinta colaboración con el director. Me cuesta creer que haya alguno que a día de hoy no le considere un primera fila. Es un autentico fuera de serie, si no el mejor de su generación, si el que mejor carrera se ha labrado, eso es indudable. Y encima se arriesga, como con su magnífico villano Calvin Candy en Django desencadenado o esta actuación que nos ofrece ahora. Hay que verlo para entenderlo del todo, ya que no es fácil expresarlo. Un papel en el que casi cualquiera hubiera caído en el histrionismo más extremo (se presta a ello), a DiCaprio le sale de una manera completamente natural. Da gusto verle, e incluso se le llega a coger cariño siendo un personaje infame. A su lado, el más destacado es Jonah Hill, en un papel menos importante o con menos matices que el de Belfort, pero también lo lleva con una naturalidad tremenda. Hay una escena entre ambos y un colocón importante que es digna de elogio. También nos encontramos en el resto del reparto caras como la de un divertidísimo Rob Reiner, pero quisiera destacar la pequeña participación de Mathew McConaughey, que de pronto se ha destapado como un grandísimo actor con films como este, Mud, o Dallas Buyers Club, por el que se está llevando y se llevará unos cuantos premios gordos. Aunque en El lobo de Wall Street salga en un tramo muy corto y en una escena prácticamente, resulta el dueño de la misma y está fabuloso. Hace preguntarse a uno como el posible que haya estado tanto tiempo desaprovechado en proyectos de chichinabo.
En aspectos técnicos, lo esperado, pero no por ello menos destacable. Una fotografía siempre acertada, un montaje vigoroso y primordial en la obra, una selección de canciones para quitar el hipo, aunque esta vez no haya música original, como ya ocurría en la reciente (y mediocre) Shutter Island. Scorsese a pesar de sus 71 años dirige con el nervio y la garra de un veinteañero, en el buen sentido, y cabalga sin freno sobre el divertido y afilado guión de Terrence Winter, todo un nombre en series como Los Soprano, o Boardwalk Empire. Diálogos chispeantes, exposición clara (que nadie tema perderse entre temáticas del mercado de valores, un tema resuelto de manera brillante por Winter). Habrá quien se pregunte si es demasiado larga. Hay escenas que destacan por su longitud, en la que Scorsese pasa de elipsis y resúmenes y te la planta entera. ¿Habría podido durar media hora menos? Sí. ¿Eso la haría mejor película? Para nada.
Así que quien se acerque a ella, y deberíais ser todos, se encontrará ante un mapa de la avaricia humana y sus límites, la enorme falta de ética que provocan el poder y el dinero. Todo ello de manera muy divertida, de reírte a carcajada limpia, pero que en realidad es un dardo envenenado, que tampoco da lecciones de moral facilonas y baratas. Tal vez en un primer momento quede en la memoria del espectador un peldaño por debajo de las obras maestras del director, como pueden ser la ya citada Uno de los nuestros, o la más reciente Infiltrados, pero quién sabe si el paso del tiempo la coloque en ese lugar más arriba, tampoco sería extraño. Independientemente de los premios que le puedan caer, es una película grande, muy grande, en todos los sentidos. Abróchense el cinturón y disfruten.
Miguel DelgadoMadrid