La filosofía es semejante a la escala de Jacob, que va de la tierra al cielo. Todo filósofo tiende una escala. Para entenderlo, hay que conocer los peldaños de esa escala. El primero es la época en que escribe el pensador. El segundo es el problema que pretende resolver. El tercero, los principios de que parte. Vamos a tratar de entender al escocés David Hume (1711-1776). Es sabido que David Hume nunca encontró al yo. No lo hizo porque buscaba al yo cartesiano, esa sustancia simple, sin partes, inmaterial y activa. Descartes había dicho que podía imaginarse a sí mismo sin cuerpo. Un absurdo e imposible experimento de imaginación, parecido a aquel de Kant, cuando afirmó que es posible imaginar el espacio sin cuerpos y el tiempo sin acontecimientos. Kant no se dio cuenta de que al imaginar el espacio, proyectamos un vacío frente a nosotros, es decir, nos ponemos como punto de referencia. Igual, imaginar ya es un acontecimiento en el tiempo. Los únicos experimentos imaginarios exitosos que conozco son los de Einstein. Fuera de ellos, la imaginación ha sido una piedra de tropiezo para los filósofos.
Volviendo a Hume, divide todo el conocimiento en impresiones e ideas. Las primeras son más vivaces, por ejemplo, este azul del cielo que veo ahora. Las segundas son un reflejo de las primeras, como el recuerdo vago de este azul. La palabra impresión ya es un problema, porque exige algo que sea impresionado. No puede haber una huella sin algo en que se imprima, igual no puede haber una impresión sensible sin un yo. Hume busca luego una impresión del yo y no la encuentra. Era una búsqueda condenada al fracaso, nada puede ser la impresión y lo impresionado a la vez. Al menos eso sirvió para demostrar que Descartes había ido demasiado lejos al suponer que conocía al yo como sustancia simple. Si no hay impresión del yo, no podemos saber cómo es ni decir nada sobre su esencia.
Siempre me ha extrañado que un empirista no analice bien nuestras experiencias. Hume dice que recibimos impresiones de sabor, de color, etc. Eso es falso, percibimos objetos completos. Identifica, como Descartes, al yo con la conciencia, no con el cuerpo. Habría sido fácil darse cuenta de que tenemos unas impresiones constantes, una especie de mapa corporal de nosotros mismos. Cerramos los ojos y sabemos perfectamente los límites de nuestro cuerpo por medio de los otros sentidos. En cambio, hay otras impresiones, que calificamos como externas, y son variables. Sobre las constantes podemos ejercer nuestra voluntad, como cuando movemos nuestros músculos, sobre las variables no, están más allá de nosotros.
Hume describe leyes de la asociación de ideas. No deja de ser extraño que existan tales leyes, pues no pueden provenir de los objetos, ya que no son ideas, ni del yo –que carece de continuidad-. Estas leyes son semejanza, contigüidad y causa-efecto. No es necesario analizar la primera. La segunda sí es crucial. Hume, al igual que Locke, Descartes y Berkeley, cree que recibimos ideas simples y con ellas formamos ideas complejas. Este escritorio es una suma de ideas de color, dureza, extensión… que recibimos por diferentes sentidos y unimos con la mente. Aristóteles ya había planteado que recibimos sensaciones por los sentidos externos –auditivas por los oídos, táctiles por la piel, visuales por los ojos- y un sentido común las une para darnos la imagen completa. La ciencia actual afirma algo parecido. El cerebro tiene áreas especializadas para recibir cada sensación –por ejemplo la visual está en la zona occipital- unimos las sensaciones y localizamos el objeto del que parten. Obviamente no hay garantía de que asociemos bien las sensaciones ni localicemos correctamente, a excepción del hecho de que sobrevivimos. Si no localizáramos correctamente dónde está una fruta, ni asociáramos bien su sabor, su olor y su color con sus propiedades alimenticias, no existiríamos. Lo mismo diríamos de un predador o una presa.
Volviendo a Hume, no queda claro si captamos objetos completos porque estos existen como tales o si son una construcción arbitraria nuestra. En otras palabras, el sabor, el olor y el color de este limón están contiguos porque existen juntos o porque mi mente los une. Si existen juntos, el limón es una sustancia. Si son producto de una unión mía, yo soy la sustancia que se dedica a unir sensaciones. Este punto será fundamental en la filosofía de Kant. Para el filósofo alemán espacializamos y temporalizamos la materia bruta de la sensación. Eso significa que construimos los objetos de nuestra percepción de un modo un tanto arbitrario. Pero ese modo de espacializar será la base para aplicar las categorías. Aplicamos la categoría de sustancia al objeto separado, la de causa al impacto entre dos objetos, etc. Kant reconoce que tiene que haber un yo trascendental que ejecute esas labores de espacializar y categorizar. Hume niega al yo porque no recibe una impresión de este y por la misma razón niega la causalidad o nexo necesario entre las cosas. El primer peldaño de su filosofía fue la recepción de impresiones. El último, la negación del yo. Pero sin un yo que reciba impresiones, las una por contigüidad y causalidad, y en el que se origine el hábito mental de esperar que dada una cosa se produzca otra, no hay filosofía posible.