Es Junio y tras concluir con éxito la parte deportiva de mi proyecto Marathon-15%, no me he podido resistir a regalarme el pago a una deuda pendiente que tenía con uno de los principales festivales musicales del mundo: El “Maggio Musicale Fiorentino” (desde 1933, esta es su 78º edición), que aunque por nombre tiene el del mes de las flores, también se extiende al siguiente.
Florencia es tanta Florencia que posiblemente es la única gran ciudad italiana donde no se percibe la civilización romana. Todo es puro renacimiento, el que fue auspiciado a partir del siglo XIV por la dinastía de los Médici en una de las cunas mundiales de las artes plásticas y la arquitectura, donde el incomparable Miguel Angel brilló con una cegadora luz que hoy en día no ha dejado de alumbrar las sensibilidades de cuantos admiramos su grandiosas obras realizadas en todas las disciplinas entonces disponibles. El David, quizás la escultura más perfecta jamás cincelada, nos habla de la extrema dificultad de la creación de belleza en tres dimensiones y sin posibilidad alguna de error, lo que en mi opinión es la demostración de que el autentico genio humano es tan escaso que solo se manifiesta raramente cada varias centurias.
En este “marco incomparable”, podría parecer que asistir a una opera como “Pelléas et Mélisande” de C. Debussy (1902) corresponde a la quintaesencia de la exquisitez artística si no fuera porque Florencia (como tantas otras grandes ciudades del arte, entre ellas Pisa que también visité) aparece a los ojos del visitante sensible totalmente desnaturalizada por un turismo de chanclas, selfies y hamburguesas que ejerce de oscuro velo sobre esta fastuosa realidad gravemente adulterada por el contraste insultante de unos visitantes bostezados, pero que democráticamente debemos aceptar. Siempre defenderé el derecho de cada cual a manifestarse como le plazca siempre que no importune a los demás, aunque la frontera de la ofensa sea difícil de dibujar.
Tampoco ayuda a la inmersión ambiental florentina el nuevo recinto de la Opera di Firenze, construido en 2011 y que sustituyó al decimonónico Teatro Comunale, más acorde con la estética ciudadana aunque sin las posibilidades técnicas del nuevo. Su frialdad exterior en algunos momentos me recordó la de nuestro Palau de les Arts, monumentos funcionales a la mayor gloria de la estética nórdica a lo Ikea pero muy alejados del confort sensorial.
A “Pelléas y Mélisande” no se puede asistir cansado, lo cual se puede pagar. Tras todo el día callejeando, haciendo colas y deshaciendo pasos en un tórrido día adelantado de verano, me senté en donde me indicaron los acomodadores, que no era mi localidad, pues parece es costumbre allí reubicar al público en mejores lugares si estos se encuentran disponibles. Esto solo pasa en Italia, como también el retraso de casi veinte minutos sobre la hora anunciada de comienzo de la representación o la permisibilidad dejando entrar al público una vez comenzada la representación (me acordé entonces de las recias acomodadoras de Bayreuth que, en militar disposición, cierran al unísono y con llave las puertas de la sala para que nadie pueda salir ni entrar), o las averías como la que nos anunciaron a media representación con un lacónico… “la función continuará cuando pueda ser”. No obstante, Italia en su caos (mayor sin duda que el hispano) funciona y una respuesta de ello la encontré en una señora pisana que me confesó su ilusión juvenil por casarse con un español debido a nuestro optimismo y jovialidad pues según ella los italianos, aunque mediterráneos también, tienen una concepción trágica de la vida que les lleva a esperar siempre lo peor y en ese trance suelen dar de sí mismos lo mejor.
“Pelléas y Mélisande” no es una ópera apreciada por el gran público y por tanto es raro verla en las programaciones de las temporadas regulares de los principales teatros líricos del mundo. En su estreno fue abucheada y hoy no lo es por quien es su compositor, una figura consagrada de la historia de la música universal, cuyo respeto se antepone a la dificultad de comprensión de esta obra impresionista que en nada se parece al gran repertorio operístico de los dieciocho y diecinueve. El impresionismo, como corriente artística, no define sino que sugiere para que sea el propio espectador quien construya su propia imagen de lo contemplado, lo que sin duda requiere un mayor esfuerzo de digestión pero a la vez una gran satisfacción al lograr encontrar el quid de su cuestión.
Así como las óperas clásicas, románticas y veristas se definen porque son las voces las que con su canto protagonizan el desarrollo y la explicación de la trama quedando la orquesta como acompañante (con la excepción quizás de Wagner), en el impresionismo es el foso quien conduce la historia y es a quien hay que prestar mayor atención, a lo cual no estamos acostumbrados y de ahí la dificultad de acceso a “Pelléas y Mélisande”. Todo esto acertadamente nos lo sugirió el Director de Escena Daniele Abbado (hijo del mítico maestro Claudio) cuando en diferentes pasajes (de casi un tercio de duración de la obra) decidió que el telón permaneciese bajado en clara alusión a que lo importante entonces era la música y no lo que pudiera ocurrir en escena.
Como he confesado en otras ocasiones, al Maestro Daniele Gatti que dirigió la obra le debo el “Parsifal” (R. Wagner-1878) de mi vida en Bayreuth, por lo que mi juicio sobre las intervenciones escuchadas no es objetivo pues soy agradecido. En esta ocasión, diré lo que en las demás: ¡Excelente!
Al salir, los vatios del estruendo de una verbenera juvenil me recordaron que era noche mágica de San Juan y que en el interior del nuevo teatro florentino solo tuvimos conocimiento de una música quizás más difícil pero absolutamente genial…
Saludos de Antonio J. Alonso