Revista Educación

La Fortuna (y un servidor)

Por Siempreenmedio @Siempreblog
La Fortuna (y un servidor)

La Fortuna, que es una diosa romana de lo más pinturera, nunca me ha querido a mí que no soy más que un señor medio calvorota y de provincias que habla por los codos y escribe hasta por los márgenes. Esta es una realidad como un camión de los grandes que, por mucho que me fastidie, hace tiempo que asumí.

Por eso, y a falta de tréboles de cuatro hojas, siempre llevo en el bolsillo un palillo para tocar madera cuando se presente la ocasión, especialmente los martes y 13.

Ustedes dirán que soy un supersticioso, y lo soy, básicamente porque no serlo trae mala suerte. No obstante, a pesar de las precauciones que tomo y el acopio de amuletos con el que cargo a diario, tengo bien claro que si alguien intenta tranquilizarme asegurando que un artículo que compro o un servicio que consumo tiene una fiabilidad del 99% yo soy del grupo del 1% restante al que le sale rana.

Si no me creen basta con que me sigan en el supermercado y comprobarán que, de entre las múltiples opciones que existen, siempre elijo la cola que se atasca. Igual me ocurre en el banco donde, cada vez que voy, me arrastra como un imán la ventanilla con el empleado más antipático y cuando llega el turno para que me atiendan en una administración pública coincide con la hora en la que el funcionario se va a desayunar.

Además, en los aviones siempre me toca el pasajero XXL en el asiento de al lado y el niño llorón y desinquieto en el de delante y en el cine y los teatros, no sé cómo me las arreglo, pero acabo en la butaca de atrás del único jugador de baloncesto que está en la sala.

Por esa maravillosa regla de tres, en los hoteles me dan la habitación contigua a los recién casados, en los ascensores de los rascacielos comparto trayecto con el vecino cantarín y cuando llamo al radiotaxi me envían al taxista que durante el viaje te da la chapa con la teoría de la conspiración.

Si todo esto me pasa a mí que nunca visto de amarillo, que no dejo las tijeras abiertas, que evito pasar por debajo de las escaleras, que jamás brindo con agua, que nunca pongo los zapatos sobre la mesa ni el bolso en el suelo, que siempre tengo un frondoso ramo de perejil al lado de la figurita del San Pancracio y que nunca abro el paraguas dentro de casa, ni me embarco (ni me caso) en un martes 13, yo ya no sé que me ocurriría si se me rompiera un espejo, se me derramara la sal, me barrieran los pies o me mirara un tuerto.

A todas estas, estoy urdiendo un plan para secuestrar al gato negro de mi vecina, ese que se me atraviesa todas las mañanas en el portal, y teñir su pelambrera azabache de un lustroso rubio platino. Si consigo armarme de valor, lo primero que haré a continuación será comprar un cuponcito de la ONCE. Crucemos los dedos y, ya si eso, otro día les cuento.


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