Esta foto la tomé ayer en Montserrat justo en el momento en que una niebla pasajera, que lo había sumido todo en un mar de nubes, empezaba a escampar.
Estoy leyendo un libro de Elvira Lindo, Noches sin dormir, y, en uno de los apartados de esta suerte de diario que documenta el invierno en Nueva York, la escritora habla de su afición por tomar fotografías de desconocidos sin que se percaten, y supongo que me sentí un poco ella al robarle esta imagen a la chica japonesa que batallaba con el palo de selfie para obtener su mejor pose.
Lindo dice que la gente le pregunta cómo consigue retratar a los personajes tan cerca sin que se den cuenta, y explica que le gusta capturar un instante de actividad diaria en la vida de cualquiera interpretándose con naturalidad a sí mismos, ignorantes de la mirada ajena que los observa. La escritora, ya una señora, que se sienta en el metro, la mujer bien vestida, que huele a perfume, que sonríe, que observa a su alrededor, fija la mirada distraídamente en un personaje, saca el celular y mira la pantalla con ojos de miope, muy concentrada, con el gesto de quien no ve bien un mensaje que le acaba de mandar su hijo. La señora, que en absoluto tiene aspecto de ir robando un raro momento de intimidad o introspección callejera del hombre o la mujer que tiene sentados en el asiento de enfrente, toma la foto, guarda luego el móvil, se pinta los labios y sonríe con la misma dulzura inocente de las ancianitas de «Arsénico por compasión».
Pues bien, eso he hecho yo, aunque no he sacado el móvil sino una réflex de dimensiones considerables con la que también disimulo mis disparos haciendo como que miro a un punto lejano que pretendo capturar. Hasta ahora siempre me ha funcionado.
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