Revista Opinión
En verano, pese a que huyamos de la gris cotidianeidad del resto del año, también necesitamos de nuestras rutinas. Quizá con esa intención se creó la canción del verano, el posado de la Obregón, las dietas exprés, la verbena popular, el chiringuito, el tinto de verano y demás constantes estivales con las que reconocemos habernos realmente alejado de las aciagas exigencias del horario laboral y demás contingencias que esclavizan alma y cuerpo. A mí, sin embargo, de entre todas estas costumbres la que menos complacencia me transmite y más alergia me provoca es la recurrente escena de la familia real, una de las herencias más veniales del período preconstitucional, oreada cada verano por el clásico NO-DO. Hoy la gacetilla oficial, el cronopio ideológico, es plural, democrático, voluntario y un tanto más inocuo, pero sigue existiendo, solo que su injerencia sobre la ciudadanía es más sutil y discreta, adornada de fotosop y propiciada por el mecenazgo de los medios.
La foto real de este año retrata por aguas de Mallorca a la reina Sofía con sus nietos Irene, Froilán, Juan Valentín y Pablo Nicolás, sobre la cubierta de la lancha de recreo Somni (sueño, en catalán). La fotografía parece estar sacada de un anuncio de Ralph Lauren o Tommy Hilfiger. Cuerpos satisfechos, solazan su osamenta al aire libre, oreados por la brisa del mar. Todos miran sin mucha curiosidad fuera de plano no se sabe a qué o a quién, ni importa. La feliz abuela, descalza, enfundada en unas gafas de sol a la moda, peinada por el suave viento costero, rodea con su brazo derecho a su nieta Irene (Urdangarín y de Borbón). Salvo el hecho pueril de que uno de los niños mira con prismáticos, la escena posee un escaso interés informativo o emocional. No vemos la estampa esperable de unos niños riendo o jugando con su abuela. El fotógrafo eligió un momento aséptico, sin encanto ni morbo. Se trata -no lo olvidemos- de una foto oficial, testada, que ha pasado sin problemas su nihil obstat. El rostro de los menores no está velado, la Casa Real ha dado el visto bueno a la fotografía para que el pueblo -también soberano, por cierto- pueda constatar la presencia eterna y el bienestar de sus entrañables regentes y su rehala. El resto es irrelevante y debe ser excluido del encuadre.
La imagen pública de la realeza debe poseer la suficiente corrección política como para no resultar ni excesiva ni escasa, evitando parecer tanto hostil como afectada o artificial. Por esta razón quizá los personajes retratados en esta instantánea se asemejan tanto a los modelos de un spot publicitario. No miran directamente al fotógrafo, sus emociones son contenidas, calculadas; su armario ropero entona con el conjunto. Todo y todos están en su sitio, componiendo una escena equilibrada. Después de todo, lo que se nos vende tras la fotografía no deja de ser un producto, más antiguo que la Coca-Cola.
Ramón Besonías Román