Revista Cultura y Ocio
Todas las tardes, cuando las grandes corporaciones y sociedades financieras de la City cerraban sus puertas, un enjambre de hombres de negocios se reunía en el bar-club “Habana” para compartir los detalles de la agitada mañana de trabajo, con un whisky reserva en una mano y un cigarro puro en la otra. Y allí, entre las maderas nobles y las moquetas ajadas del viejo bar, Juanita, una mulata de veintitrés años cumplidos, sentaba cátedra con su innata capacidad de distinguir la calidad del tabaco elaborado. Para ello observaba con parsimonia la tersura de las capas que lo componen, olía el aroma de sus hojas, escuchaba en su interior la delicada frescura vegetal del cigarro. Sólo al final de ese escrutinio la joven pronunciaba su veredicto: apto o no apto para fumarse. Y una vez encendido, entre las densas volutas blancas del humo, Juanita se transportaba a su lejano país antillano, en donde adquirió su talento olfativo a la sombra de una seiba centenaria, aquél que abandonó hace años junto a su padre a bordo de una balsa de cañas remendadas con cuerdas y cámaras de caucho. Por esta razón el “Habana” era lo más exclusivo de entre los gentlemen clubs de la ciudad y la fama de Juanita trascendía a la del lugar, en donde era fascinante verla sentada, erguida y bella, con su piel color tabaco, en un sillón de alto respaldo, rodeada de caballeros encorbatados, pendientes todos de cualquier gesto de su boca, de un chasquido de su lengua, de un parpadeo de su mirada que delatara la aprobación o suspenso del puro que examinaba. Una joven habanera había logrado que en ese vetusto club financiero, el gozo del capitalismo allí reunido, dependiera de su humilde y sabia opinión.
Texto e ilustración: Carlos de Castro